Soy misionero de la Consolata, desde 1977 hasta 1997 trabajé en Venezuela y desde el año 1999 hasta hoy en Argentina. Terminados mis estudios de teología en Madrid y recién ordenado sacerdote me destinaron a Venezuela, donde trabajé por 20 años, de los cuales 12 fueron entre la población indígena Guajira en la misión de Guarero.
A pesar de los muchos años que han transcurrido desde entonces, allí quedó parte de mi corazón, ya que fue mi primera misión, podríamos decir que mi primer amor. Guarero era entonces para los misioneros de las Consolata, nuestra primera misión entre los indígenas en Venezuela, heredada en 1976 de los padres Capuchinos, españoles, que todavía siguen trabajando en ese territorio del antiguo vicariato apostólico de Machiques.
Guarero era una misión de frontera, no solo en el sentido estricto de la palabra, ya que Guarero es el último caserío venezolano ubicado a lo largo de la ruta 6 que desde Maracaibo (Venezuela) llega a hasta Maicao (Colombia) con la cual existía un próspero comercio. En Guarero existe una aduana donde la Guardia Nacional de Venezuela, imponía la ley a su juicio y antojo, para la importación de insumos e indumentarias desde Colombia, el contrabando de la gasolina era tolerado o perseguido según la disponibilidad de la coima. Existía en aquel entonces un gran número de inmigrantes colombianos que buscaban para sí y para sus familias un futuro económico mejor y esto llevaba consigo un significativo o aunque nunca declarado, contrabando de armas y drogas. No eran raros los muertos con arma de fuego especialmente después de grandes borracheras, donde la gran cantidad ingerida de alcohol hacia desaparecer el uso de la razón; el impacto que causo en mi vida entrar en la nueva realidad Guajira, con su lengua, cultura, tradición, y leyes, donde el perdón no es admitido y viene observada estrictamente la Ley del talión (ojo por ojo, diente por diente) fue muy profundo y serio.
Fue para mí un desafío muy grande el calor constante e intenso de la Guajira que, por la falta de agua, de lluvia, de ríos, se convirtió en una árida sabana, donde crecen los cactus cardones y las plantas de cujíes. No existía una fuente de trabajo estable, segura, que facilitara un futuro próspero con progreso económico para la gente, lo único que existía era una economía de pura subsistencia, el pastoreo y la pesca a nivel familiar. Había mucha pobreza, la mayoría de las viviendas eran pobres, sin agua potable y sin energía eléctrica, la única escuela primaria con los primeros 6 grados, era la que gestionábamos los misioneros, en los diferentes caseríos funcionaban los 3 primeros grados, atendidos por maestros con mucha buena voluntad, pero dejados como se dice “a la buena de Dios”.
Mi trabajo pastoral estuvo dirigido principalmente a la catequesis constante hacia estas pequeñas escuelas diseminadas a lo largo de la misión de Guarero, complementado siempre con la presencia de las hermanas Lauritas, presentes también en la misión, ellas hablaban la lengua local, el wayú, por tanto explicaban lo que yo intentaba proponer a estos alumnos; además las visitas a las familias, y a los enfermos junto con las hermanas, especialmente la hermana María, ella hablaba muy bien la lengua local; y también la formación y la atención a los jóvenes, habíamos logrado formar un pequeño grupo juvenil con sus encuentros periódicos y actividades deportivas, y recreativas…
Recuerdo que cada domingo participaba en la misa una mujer wayú que con su vestido multicolor que le llegaba hasta los pies llamado manta, su pañuelo en la frente y en los pies, su característica cotiza, con sus hermosas borla de lana colorada “parecía una reina” o una de aquellas matronas romana que aparecen en las películas clásicas de los romanos, después de su saludo wayú (no hablaba castellano) entraba inmediatamente en la iglesia, hacia la señal de la cruz, delante del sagrario y rezaba en voz alta a la virgen María, cuya imagen estaba allí cerca. Durante algunos domingos dejó de venir a misa, yo estaba preocupado, me hice acompañar por la hermana María para ir a visitarla, vivía a un kilómetro de la iglesia por un camino de tierra y arena, la encontramos con fiebre tumbada en su pobre hamaca, mientras la hermana María le hablaba en wayú, yo me acerqué, la miraba y le sonreía, le tocaba la mano, como signo de cercanía, nos despedimos rezando por su salud y le impartí la bendición.
Cada vez que la visitábamos le llevábamos algo de alimento: azúcar, pasta, bananas, carne. Cada día nos parecía que la salud de Rosa en lugar de mejorar iba empeorando, le propusimos llevarla al hospital más cercano en Paraguaipoa, pero ella como buena guajira, se negó, mirándome fijamente y con una sonrisa nos pidió que la próxima vez que le visitáramos le lleváramos los santos oleos, fue esa la última vez que la vimos con vida. Días después llegó la triste noticia de su muerte, quise estar presente en su funeral, donde celebré la misa en uno de los tantos cementerios guajiros, terminada la misa me despedí de la gente que estaba esperando la comida típica de todo velorio wayú (arroz blanco, plátano, chivo asado) en ese momento salió corriendo una vecina que me trajo un paquete diciéndome “esto fue lo que Rosa quiso que le entregará” yo me sorprendí y me pregunté ¿qué sería? Lo abrí y dentro encontré una manta y un pañuelo nuevo y un papel que decía “para tu mamá”. Un pequeño gesto de cariño cargado de un sentido profundo. De esos que dan sentido a la vida misionera.