Recogemos el testimonio del cardenal Giorgio Marengo, Misionero de la Consolata, prefecto apostólico de Ulán Bator, de cómo las mujeres fueron, en la parroquia de Arvaikheer, las primeras en ser bautizadas y cómo llegaron primero, trayendo consigo a sus maridos, hijos y padres.
Recogemos el testimonio del cardenal Giorgio Marengo, Misionero de la Consolata, prefecto apostólico de Ulán Bator, de cómo las mujeres fueron, en la parroquia de Arvaikheer, las primeras en ser bautizadas y cómo llegaron primero, trayendo consigo a sus maridos, hijos y padres.
El don de la misión está en el corazón de la Iglesia. Desde aquella mañana en que la piedra rodó del sepulcro, pasando por la experiencia vibrante de Pentecostés, la comunidad creyente se sintió guiada a compartir la inmensa alegría de la resurrección y a ofrecer a personas de todas las culturas la posibilidad concreta de experimentar esta nueva realidad en su propia vida. Eran hombres y mujeres de aquel primer grupo de discípulos misioneros y son todavía hombres y mujeres que continúan hoy la misma dinámica de anuncio y testimonio. La vida misionera puede ayudar a tener una visión amplia y enriquecedora de lo masculino y lo femenino en la Iglesia.
Mi experiencia en este sentido es muy positiva y lo agradezco. Desde pequeño, la presencia compartida de lo masculino y lo femenino ha formado parte de la normalidad de la vida cotidiana, empezando por la familia -en la que siempre ha habido una relación muy constructiva y enriquecedora con mi hermana-, luego en la escuela y a través del Movimiento Scout (niños y niñas), que marcó mis años de juventud.
Después de graduarme de la escuela secundaria, entré en los Misioneros de la Consolata, un instituto fundado por José Allamano para formar religiosos y religiosas para la misión ad gentes. Un solo fundador dio vida a una congregación con rostro masculino y femenino, impartiendo a ambos las mismas enseñanzas, pensando precisamente en una familia, en el pleno respeto a la diversidad, pero en la convicción de que para alcanzar el fin último (la primera evangelización) necesitamos, sin duda, hombres y mujeres consagrados a Dios para este propósito. No solo uno u otro, sino juntos.
Y personalmente sentí que José Allamano tenía razón desde el primer día que pisé Mongolia; de hecho, incluso antes, dado que hubo una preparación cercana a la partida en la que tuvimos la oportunidad de conocernos y profundizar en la inspiración original de nuestro carisma. En el primer grupo de la Consolata en Mongolia éramos cinco: tres monjas, otro sacerdote y yo.
Una misión como ésta, caracterizada por condiciones extremas: un número muy pequeño de católicos en comparación con toda la población (menos del 1 por ciento), un clima que oscila entre -40 grados en invierno y +40 grados en verano, un idioma difícil al aprendizaje- requiere cierto sacrificio y mucha sinceridad consigo mismo. Los rasgos de carácter, tanto buenos como malos, aparecen bajo la luz transparente del cielo de Mongolia, ya seas un hombre o una mujer. En esta experiencia del desierto, trabajamos juntos, hombres y mujeres, en la diversidad de vocaciones, pero en esencial armonía, porque nos sentimos humildes, iguales en nuestras necesidades ante la tarea que se nos ha confiado (el anuncio del Evangelio), que solo puede lograrse en la fe, durante un largo período de tiempo y con total libertad, ya seamos sacerdotes, religiosas u obispos.
Para mí la misión compartida ha sido y sigue siendo fuente de humanización integral. Es también una de las condiciones para la vitalidad de la misión, porque el respeto mutuo y la estima que los misioneros se tienen unos a otros son parte del testimonio dado en nombre del Evangelio. En la remota parroquia de Arvaikheer, donde estoy desde hace varios años, los primeros grupos de bautizados estaban formados íntegramente por mujeres. Al igual que en la tumba, las mujeres llegaron primero, trayendo consigo a sus maridos, hijos y padres. Muchas mujeres también soportan solas la carga de sus familias. Durante la adoración eucarística, en la iglesia redonda en forma de ger, rezamos juntos, religiosos y religiosas, alrededor del Santísimo Sacramento.
En la diversidad de nuestros respectivos roles, llevamos adelante juntos el discernimiento y la labor misionera, encontrando en la oración la fuente viva de nuestro ser hijos e hijas de Dios.