Esta mañana abrí los ojos, acompañados por el tictac regular de las gotas de lluvia en el cristal de mi ventana. "Solo necesitamos la lluvia" es la primera frase que escucho de los que acogen mis buenos días en vez de responder con una queja por el tiempo. En un momento pensé lo mismo.
Hoy, sin embargo, me levanto con alegría. Bolivia me enseñó también esto: la confianza en el nuevo día que nace y se goza cuando el cielo nos da el agua. Hay lugares en el mundo que sufren de falta de recursos primarios y tal vez incluso con frecuencia por culpa nuestra, que cuando vivimos en la parte más rica del mundo de forma a veces inconsciente y, a menudo le quitamos las posibilidades de vida a los que están en el otro lado, y no tiene voz suficiente para ser escuchados.
Ha pasado casi un mes desde mi llegada a la nueva misión de Vilacaya. Para mí es una especie de bendición, un retorno de la confianza, la respuesta a una oración.
Tenía un deseo intenso de llegar acá, como si un gusano me atormentara, un ritmo de batería de tiempo. La necesidad de explorar una parte del mundo que no me pertenece a mí, y que me pondría a prueba y me haría descubrir otros valores, que no se perdieron en muchos años.
No sabría decir exactamente lo que me hizo decirme venir a "Bolivia": hay lugares que llaman, y quizás estaba la sensación de una cierta compatibilidad con la piel. Un poco 'como con las personas.
Realmente me fascinaban los colores, los sonidos, la cultura quechua y la historia antigua. Así que u buen día salí de mi horizonte enmarcado por Viso y me encontré Vilacaya: 4000 metros de altitud y la tierra árida, un cielo azul intenso que no se pegue a los ojos, y distancias demasiado grandes para cruzarlas caminando.
El curso misionero al que asistí en preparación para el viaje lleva el título "Jóvenes en Misión: ¿por qué no?" Hoy, a la luz de este tiempo en Vilacaya compartido con tres hermanas extraordinarias, puedo decir que encontré mí "solo por qué".
Sí, ya que se una se siente extranjera comparte desde la humildad, la aceptación de los límites de uno, en tela de juicio los que se consideraban "certeza".
Sí, porque relativizamos hábitos y prioridades de repetimos siempre como si fueran infalibles.
Sí, ya que poder encontrar y conocer al otro en situaciones de paz ayuda a construir puentes y rompe las paredes y los temores de lo que es "diferente", y eso enriquece y ayuda a ser más humanos.
Sí, porque la gente vive en la pobreza y eso significa darse cuenta de la importancia de aprender a compartir lo poco que tenemos con los que nada tienen, volviendo a lo esencial de lo que somos como personas.
Sí, porque el espacio y el tiempo de serenidad es una acción que pone orden en la propia vida, te lleva a decisiones que se descubren de a poco.
Sí, porque se aprende a ser libre: la ignorancia es fuente de "rumores" y crea leyendas inexistentes, de las que terminamos siendo esclavos.
Sí, porque la rabia de la impotencia dice que somos frágiles e infinitamente humanos, y enseña no tanto a ahorrar sino a caminar juntos, lado a lado.
Sí, porque resulta que la quiebra puede ser una oportunidad para empezar de nuevo, solo se puede amar u odiar a través de los ojos, mientras que el silencio puede tener un sonido que nos lleva a comprender que la alegría y la desesperación no son incompatibles, que la creatividad gana a la monotonía.
Sí, porque el viaje no termina cuando bajas del avión, sino que va en la vida cotidiana y transforma, lo que me está pasando. Y es una sensación extraña y maravillosa: Mantener las manos dos tierras tan distantes y diferentes y a hacerlas más cercanas, acortar la distancia, incluso dentro de nosotros...