Hace poco vivíamos lo que para algunos son días de descanso y para otros unos días de oración, de reflexión personal y de acompañar a Jesús en el camino a la Cruz: Semana Santa.
Observo con algo de inquietud y a la vez admiración como las procesiones, viacrucis que se suceden a lo largo de los días son bastante participativas. Pero no siempre los participantes en las cofradías tienen una vivencia comunitaria de la fe en las parroquias. La muestra es que las celebraciones dominicales no gozan de ese mismo nivel de compromiso.
Y me pregunto ¿por qué? Todos los pasos de Semana Santa son una catequesis hermosa de lo que fue la última semana de vida de Cristo antes de morir y resucitar. Vemos a través de diferentes escenas cómo Jesús entrega su vida por nosotros. Y lo que es más importante y por lo que somos cristianos, vivir con alegría el paso de la muerte a la vida, de la oscuridad a la luz: su Resurrección.
Y aun así… siendo partícipes de esta semana de pasión luego no somos capaces de vivir una “semana de acción”. No vivimos el compromiso cristiano, no participamos de los sacramentos, nos transformamos todos en los seguidores de Jesús que le seguían mientras obraba milagros y predicaba por los pueblos pero que en cuanto le apresaron se escondieron en sus hogares por miedo a ser capturados. Lo que vendría a ser ahora el miedo a adquirir compromisos, a que nuestra vida se vea alterada, que nos quiten tiempo libre.
Los días previos al Jueves Santo, Jesús estuvo alojado en casa de sus amigos Lázaro, Marta y María en Betania (Jn 11-12). Pueblo situado cerca de Jerusalén que permitió a Jesús ir preparando y preparándose para todo lo que tenía que venir. Betania el lugar donde realizó el mayor de sus milagros: la resurrección de Lázaro. Es el lugar donde se vive un verdadero ambiente de amistad, recordemos que María ofrece el mejor perfume que tiene para ungir los pies de Jesús. La amistad que no se mide por lo que se da sino por lo que se ama.
Y me lleva a pensar todo ello en la necesidad que tenemos de seguir esforzándonos en que nuestras comunidades sigan siendo esa casa de Betania. Que a todos los que nos encontremos, a los que hemos visto estos días participando de tantos actos les invitemos de nuevo a entrar en esa casa: “Entra y quédate un ratito y verás lo bien que se está”. (Lc 24, 29)
Que nuestras comunidades sean lugares de acogida. Posiblemente hay que renovarlas, ungirlas con nuevos perfumes para los que necesitan sentirse bienvenidos al igual que Jesús viendo como María le ofrecía lo mejor.
Tenemos muchos retos que salvar: re-evangelizar a los alejados, aquellos que recibieron el bautismo en su momento pero que por diferentes circunstancias no han mantenido un compromiso activo, acoger a los que llaman; la inmigración es un gran reto, gente de diferentes culturas y creencias, que mantienen viva la fe y el amor del primer anuncio y que en sus celebraciones se mantiene ese fervor y esa alegría y que en muchas ocasiones no respetamos o entendemos.
Para ello tenemos que ser creativos, buscar nuevas fórmulas para dar testimonio, saber que hay que conservar y mantener el fundamento moral de nuestra fe, pero buscar tener las puertas abiertas para que nadie se sienta excluido. Y algo primordial es encontrar en la comunidad gente alegre, feliz con lo que está viviendo. No es buscar que nuestra Iglesia sea una fiesta continua, cargada de actividades frenéticas pero sí que nos vean ilusionados y felices de vivir el Amor de Dios. No hay cosa que eche más para atrás que encontrarte con alguien amargado mientras está realizando un servicio o incluso un trabajo.
Mantener los templos abiertos no siempre es fácil pero es sorprendente ver como cuando personas andan por la calle y ven una iglesia abierta entran y se toman unos minutos para estar en silencio. Todos buscamos el sentido trascendente de nuestra vida y muchas de estas personas que “pierden” esos instantes es lo que buscan: un momento para decirle a ese Dios que oyeron de pequeños que les ayude en su vida actual. Y si al hacerlo encuentran personas alegres, esa alegría es contagiosa y generará sentimientos de acogida. Y seguramente deseos de volver a repetir.
Hace ya unos años, el Papa Francisco alentó a los laicos a “permanecer en Jesús, ir a los confines y vivir la alegría de la pertenencia cristiana”. Francisco subrayó que las parroquias deben “abrir las puertas y dejar que Jesús pueda salir. ¡Tantas veces tenemos a Jesús encerrado en las parroquias con nosotros y nosotros no salimos y no dejamos que Él salga!”. “¡Abrir las puertas para que Él salga, al menos Él! Se trata de una Iglesia ‘en salida’: siempre una Iglesia en salida”.
Pero hay que ir más allá; no basta hacer de nuestras comunidades nuevas “Betanias”, mostrar que Betania está a la vuelta de la esquina, más cerca de lo que nos imaginamos. Hay que salir al encuentro. Al encuentro con otras realidades, sin rebajar el evangelio pero con propuestas evangélicas que muestren que cuando el Señor irrumpe en la vida de cada uno de nosotros es para cambiarla y nos lleva a entregarla a los más necesitados, por ejemplo en el servicio en las Cáritas parroquiales, en la visita a los enfermos. No somos héroes por creer y seguir viviendo el evangelio, y no nos vamos a mostrar como tales. Seguimos siendo pecadores. El camino del cristiano es un camino en continua lucha y es por eso que necesitamos vivirlo en comunidad para sentirnos acompañados en ese camino.
Hay que salir al encuentro y el primer paso ha sido abrir las puertas pero hay que buscar estar en todos los ambientes para acompañar a los que ya no sienten el Amor de Dios en su interior. Los laicos tenemos mucha responsabilidad en salir al encuentro, nuestros sacerdotes nos necesitan porque ellos solos no llegan a todas las realidades. Además es una ayuda mutua, ellos nos acompañan a nosotros en nuestro camino en la fe y nosotros somos sus brazos y sus pies en las diferentes realidades de nuestras vidas.
Hagamos de cada uno de nosotros un cartel indicativo de que Betania, lugar de acogida, está a la vuelta de la esquina.