La otra guerra de Ucrania
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Anatoli está sentado en la cama viendo la televisión. Llegó de Krasnoarmiisk hace solo dos días atravesando a pie la frontera que separa Ucrania de la República Popular de Donetsk. A pesar del acuerdo de alto el fuego, la frontera está permanentemente en pie de guerra, una guerra devastadora para la población que solo trae muerte y destrucción.
Anatoli es drogadicto. Huyó de Makiivka, una ciudad de Donetsk asediada por el fuego de los morteros y las granadas, porque en ese país, actualmente bajo control de los separatistas prorrusos, no quieren gente como él. Hace 30 años que consume drogas, desde que las probó por primera vez cuando era niño. Tomaba sustancias psicotrópicas por simple curiosidad y para matar el aburrimiento de su vida entre los monótonos edificios construidos por los soviéticos. “Hace cinco años volví a nacer. Había llegado al límite y estuve a punto de morir”, cuenta. “Entonces empecé a ir a la clínica de rehabilitación de mi ciudad para recibir tratamiento con metadona y, poco a poco, fui volviendo a la vida, a tener vida social”. Ahora la clínica ha dejado de funcionar y Anatoli ha tenido que trasladarse a Krasnoarmiisk para intentar seguir viviendo. Igual que en Makiivka, en Horlivka y en todas las demás ciudades de la República Democrática de Donetsk, los servicios de rehabilitación han cerrado. Así, sin más, de un día para otro, sin aviso de ninguna clase. “En septiembre estaba haciendo cola como cualquier mañana, cuando llegó una enfermera y nos dijo que el centro cerraba definitivamente”, recuerda Anatoli. La resolución del Gobierno separatista prorruso de Donetsk declaraba que se proponía poner en práctica una forma de curar las adicciones “a la manera rusa”, es decir, sin servicios y sin ayuda. Así que, desde hace meses, los toxicómanos se han convertido en víctimas de verdaderas intimidaciones y se les obliga a trabajar para redimirse, por ejemplo, cavando zanjas.
El centro de distribución de metadona de Donetsk es el único que queda, pero no durará mucho tiempo. Las reservas empiezan a escasear y los nuevos suministros están bloqueados. “La situación es terrible. No se me ocurre otra manera de definirla”, explica Irina Klueva, directora del servicio de tratamiento de sustitución del Hospital de Donetsk. “De los 240 pacientes que teníamos antes de la guerra, solo quedan 90 porque no tenemos bastante metadona. Y los pocos que permanecen pronto tendrán que marcharse, ya que nos estamos quedando sin existencias. En los últimos meses hemos registrado unas 10 muertes aquí, en Donetsk. Todos se habían visto obligados a dejar la rehabilitación. O se suicidaron, o murieron por una sobredosis”. Miles de personas han vuelto a vivir en la calle y a consumir otra vez drogas, en su mayoría ilegales, intercambiando jeringuillas que a menudo están infectadas. En esta región de Ucrania no se han mantenido ni siquiera los servicios para paliar los daños causados por las drogas.
A Natalia no le cabe duda de que la guerra y la situación en el este del país están teniendo efectos devastadores para toda Ucrania, y “las cosas van a empeorar”. Trabaja para la Asociación Svitanok de Kramatorsk —un territorio bajo control de Kiev— que ofrece asistencia y ayuda a personas seropositivas que han huido de la República Popular de Donetsk. “Son sobre todo yonquis y prostitutas. Ya no tienen derecho a acceder a los tratamientos antirretrovirales porque el Gobierno de Kiev ha bloqueado los suministros en represalia contra los separatistas”. Así que Natalia y sus compañeros emprenden viaje una o dos veces al mes con los coches cargados de medicinas para pasar horas en los puntos de control y sobornar a los soldados en las fronteras, todo con tal de llevar antirretrovirales a Donetsk y Luhansk.
La guerra no solo trae muerte y destrucción al presente. Sus heridas pueden ser tan profundas que sus efectos se prolonguen mucho más allá. Este es exactamente el caso de Ucrania, un país con uno de los índices más altos de contagio de sida que, en los últimos años, antes del estallido bélico en Donbass, había conseguido, gracias al compromiso de varias ONG, reducir de hecho las tasas de infección. “En estos momentos, aunque no haya datos oficiales puesto que Donbass no publica estadísticas, la situación se ha deteriorado. El número de infecciones está aumentando, lo cual se debe también a las políticas restrictivas que aplica la República Popular de Donetsk y a la situación en el frente, en el que los soldados se ven obligados a permanecer durante meses lejos de sus hogares y sus familias y mantienen encuentros sexuales con prostitutas, a menudo sin protección”, sigue explicando Natalia. Según los datos de la fundación contra el sida de Elena Pinchuk, entre enero y noviembre de 2015 se han registrado más de 13.000 casos de infección. En consecuencia, el número de personas seropositivas en el país se ha elevado a más de 290.000. La epidemia está relacionada directamente con el hundimiento del sistema de salud, la destrucción de los edificios médicos y la clausura de los programas de asistencia a personas enfermas de sida. Pero no solo con eso. Debido al deterioro de la situación económica del país y a que la divisa ucrania se ha devaluado un 300%, en 2014 se ha producido una caída del 25% en la venta y la distribución de preservativos, lo cual ha hecho que el sexo sin protección sea la causa principal de la transmisión del virus.
La epidemia de sida crece y se propaga junto con la extensión de una guerra que parece congelada y que, sin embargo, no cesa ni de día ni de noche. Un conflicto que obliga a la gente a abandonar sus hogares y sus vidas, a marcharse y buscar refugio al otro lado de la frontera. No hay datos oficiales de cuántos de los 1,5 millones de ucranios desplazados son realmente seropositivos, ni tampoco de dónde están esas personas ni de cuántos toxicómanos hay entre ellas. No hay control por parte del Gobierno central, ni siquiera en territorio ucranio. Los desplazados llegan desde Donbass y desde Crimea, donde, a raíz del referéndum de anexión a Moscú, se están aplicando políticas represivas contra los drogadictos. La mayoría de ellos se marchan para dirigirse a las grandes ciudades con el fin de intentar rehacer allí sus vidas, lo cual no es fácil, en particular para los que lo han perdido todo y viven en un país en el que los seropositivos están estigmatizados para siempre. “Me fui de Sinferopol, en Crimea, cuando suspendieron el programa de tratamiento de sustitución”, dice Andrei, que es seropositivo y toxicómano. “Me marché a Kiev con la esperanza de empezar una nueva vida, pero es difícil, realmente difícil. Cuando la gente se entera de que tienes sida, te mira mal, y encontrar un trabajo es prácticamente imposible para las personas como yo. Huimos de Crimea porque allí no había futuro para nosotros. Si me hubiese quedado, no estoy seguro de que hubiese sobrevivido sin tratamiento. No creo que lo hubiese conseguido”.
Miles de personas han vuelto a vivir en la calle y a consumir otra vez drogas, en su mayoría ilegales, intercambiando jeringuillas que a menudo están infectadas
Los últimos datos disponibles, que se remontan al periodo anterior al estallido de la guerra, demuestran que el 20% de las personas que consumen drogas inyectables son seropositivas, y que la mayoría de ellas (es decir, unas 45.000) viven, o vivían, en la zona de Donetsk y Luhansk, donde actualmente se libran los combates. Por supuesto, estas cifras son cada vez más altas debido a la situación de la población del sector oriental del país.
“Esperamos un aumento de los contagios, sobre todo en el este”, afirma Olga Rudneva, directora ejecutiva de la Fundación Pinchuk: “Principalmente entre las personas que consumen drogas inyectables. La causa son las políticas restrictivas de los gobiernos separatistas, es decir, de las repúblicas populares de Donetsk y Luhansk. Pero también prevemos un aumento en todos los demás grupos de riesgo debido a que hay muchos factores que intervienen en la epidemia: los recortes de la financiación, el desplazamiento de cientos de miles de personas y la crisis económica”. Es probable que en estas cifras influya gravemente la reducción a la mitad de las inversiones del Fondo Mundial en 2017, que pasarán de 57 a 27 millones de dólares, lo cual puede tener consecuencias terribles. Rumanía es un ejemplo reciente: el Fondo Mundial dejó de financiar los proyectos de prevención y, debido a la falta de interés del Gobierno de Bucarest, el número de infecciones creció en muy poco tiempo, sobre todo entre los toxicómanos que han dejado de tener acceso a los servicios de prevención, que repartían jeringuillas estériles.
Basta con visitar la periferia de Kiev, sumergirse entre los sucios bloques de color gris de la zona de Troeschina, para hacerse una idea de hasta qué punto las drogas han ganado terreno en este país, sobre todo entre las clases pobres. En Troeschina se puede encontrar de todo: desomorfina, heroína, morfina y anfetaminas. Muchas de estas drogas se sintetizan en pisos transformados en laboratorios. Como la casa de Iván, que estudió en el mejor instituto de Kiev, fue a la universidad dos años, y, a continuación, se hundió en el infierno. Las drogas son la única razón que lo mantiene vivo, sean cuales sean las consecuencias. El riesgo de contraer el sida está a la vuelta de la esquina y, aun así, en casa de Iván las jeringuillas pasan de un brazo a otro y la droga se diluye en sangre. “Soy seropositivo. Todos mis amigos lo son. Pero así es mi vida, no vale nada y no me da miedo perderla”, declara Iván mientras sostiene una sartén al rojo vivo en la que funde varios medicamentos para obtener la codeína que se utiliza en la elaboración de la desomorfina, esa droga casera que te consume los tejidos intestinales antes de devorarte la piel.
Aunque, en el pasado, los toxicómanos eran el grupo de mayor riesgo de Ucrania, actualmente, a causa de la precaria situación económica, y, sobre todo, de la guerra en el este del país, el riesgo de contagio se está extendiendo, porque basta con bajar la guardia para que el sida te atrape. Esto también es parte de la guerra, un asunto no solo de muertos en las trincheras y de armas. Un país destrozado, en el que el sida encuentra terreno fértil para crecer y propagarse, un país en el que a los pobres se les rechaza cada vez más, hasta que se convierten en completos marginados.