Es deber de todos cuantos se consideran educadores por vocación preguntarse, más allá de toda ideología, cuáles son las características de la sociedad en la que vivimos y en la que los jóvenes están inmersos, como también qué se quiere transmitir y papel desempeñan en él.
Salta a la vista, sin hacer un gran esfuerzo de análisis, que el común denominador que podemos apreciar en nuestra sociedad es que las personas más que ser consideradas ciudadanas que ejercen sus derechos y obligaciones en una democracia real, son valoradas exclusivamente desde el punto de vista del mercado de consumo, con todas las implicaciones que esto significa.
Si quisiéramos enumerar algunas de las características que ponen en evidencia este diagnóstico basta contemplar ciertos reductivismo como por ejemplo: el ideal de toda vida subyugado al hedonismo, la explotación discriminadora de la fuerza de trabajo, la especulación financiera, la cultura de la obsolescencia programada. Esta dinámica lleva a la degradación de la condición humana a en algunos casos más extremos a la prostitución, la industria pornográfica, el consumo de alcohol y drogas, etc. Tan totalitaria es esta situación que todo aquel que no satisface tales demandas no entran en el sistema dando lugar a miles de personas excluidas y entre ellos a jóvenes a quienes ya, como dice el Papa Francisco le han robado su futuro.
No es menos notorio el efecto que está provocado el uso masivo de los nuevos modos de comunicación digitales entre los jóvenes. Es cierto que son medios muy valiosos por su rapidez e inmediatez y las posibilidades que brindan a todo tipo de comunicación y movilización; no obstante todo ello, su uso indebido puede llevar a un mero mostrarse, y reemplazar el verdadero encuentro de persona a persona en el ocultamiento, la superficialidad y la banalidad.
El papel del educador
Si el educador no se quiere considerar un mero peón al servicio del actual estado de cosas ¿cuál es su papel y grado de incidencia en la formación de sus alumnos ante todos estos desafíos? Para intentar orientarnos a articular una posible búsqueda de respuesta a esta problemática debemos tener en cuenta algunos parámetros; como por ejemplo aceptar al menos que la capacidad de comprensión de nuestra propia vida va más allá de todo tipo de condicionamientos materiales y culturales que nos impone la sociedad y que esta en nosotros la capacidad de ser capaces de modificar sus condiciones. Si un educador no tiene claro este axioma no podría dedicarse a su tarea como tal y solo se limitara a terminar sosteniendo el actual sistema de cosas.
De hecho nuestra propia vida desde que nacemos es una tarea de descentración. El amor es parte de dicho aprendizaje y es una de las más importantes tareas de la educación. Hay que enseñar a amar. El amor es un arte como lo expresó muy bien Erich Fromm en la obra que lleva este mismo título. Resulta del desdoblamiento de nuestro yo, lo que podemos obtener a través de prácticas que infunden valores altruistas, gestos solidarios, ideales colectivos por los que la vida gana sentido y la muerte deja de ser vista como fracaso o derrota.
El sentido de la vida
Según el filósofo francés François Lyotard, lo que caracteriza a la posmodernidad es no saber responder a la pregunta por el sentido de la vida. Ése es precisamente el desafío y papel del educador: no solo transmitir conocimientos o facilitar pedagógicamente el acceso al patrimonio cultural de una nación y de la humanidad, sino también suscitar en el educando el espíritu crítico, la actitud ética en la realidad que vivimos, el amor y respeto por toda vida, la esperanza de que es posible un mundo verdaderamente humanizado donde hay lugar para todos.
Pero todo eso solo será posible si se propicia en el magisterio un proceso de formación y reflexión permanente más allá de los cursos que solo miran a “lo pedagógico” y no a la transmisión de valores. No se trata solo de saber enseñar sino también qué enseñar, qué transmitir. Es una equivocación creer que quienes ejercen su profesión por el hecho de realizar cursos, seminarios, solo lo hagan para competir con sus colegas y poder mantener la plaza. Se debe estar imbuido de valores nobles deseosos de ser transmitidos en el mismo hecho de impartir conocimiento. Nadie está totalmente blindado ante las seducciones de nuestra sociedad de mercado, ante los atractivos del individualismo, ante la tentación del acomodamiento o la indiferencia ante el sufrimiento ajeno y las carencias colectivas.
Todos estamos permanentemente sujetos a las influencias nocivas que solo tienden a satisfacer nuestro ego y a inmovilizarnos, cuando en realidad se trata de correr riesgos y poner en jaque el prestigio, el dinero y el poder. Una sistema que desde la base empieza a luchar contra la impunidad, y el deseo de ser corruptor o corrompido sea permanente frustrado por la ciudadanía. Para ello educador debe tener actitudes marcadas por la construcción de esta pedagogía integradora en la cual haya adecuación entre lo que se enseña y vive además de contextualizar el contenido del aprendizaje que se transmite en su propia coyuntura histórica.
Queda claro que el principal papel del educador no es solo formar mano de obra especializada o cualificada para el mercado de trabajo, es ante todo formar seres humanos capaces de valorar la vida, a las personas más que las cosas, y el tiempo más que el dinero, la conciencia crítica, la indignación por la injustita, la partición activa y responsable y el desafío permanente de mejorar la sociedad y el mundo en que vivimos.