Antes de terminar el Concilio Vaticano II, en 1964, el papa Pablo VI en la encícica Eccesiam Suam , escribía estas palabras: “La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en el que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio” (n. 27).

Decir que la Iglesia es diálogo de salvación no es decir solo que la Iglesia necesita del diálogo para salir a anunciar su mensaje, sino que en sí misma, en su más profunda esencia, es diálogo: diálogo de Dios con las personas y de éstas con Dios, y diálogo entre las personas.

De la misma manera que hablar de “cultura del encuentro”, como elemento básico cultural que identifica la fe cristiana, como hace el papa Francisco, no es solo decir que en el diálogo entre la fe y la cultura de hoy hay que propiciar el encuentro, sino que la fe solo se hace cultura si ésta es, en sí misma, cultura del encuentro, cultura que abraza toda cultura, cultura que sirve de encuentro de todos los hombres y que busca el encuentro entre todas sus tradiciones y movimientos culturales y sociales.

Es la inculturación de la fe cristiana que se funda en el misterio de la encarnación: la fe se hace necesariamente cultura concreta y alimenta el encuentro entre culturas, pero no es absorbida por ninguna de ellas.

Así pues, diálogo y encuentro, para la Iglesia, son su modo de ser y estar en el mundo. Son su manera de evangelizar y poner la buena noticia de las bienaventuranzas en el corazón de nuestro mundo.

Es por ello que el acento hay que ponerlo en la misericordia, en la búsqueda de sanar la desesperanza y la desilusión, acompañando a las personas concretas en sus necesidades concretas, en sus alegrías y sufrimientos concretos; y en un saber curar la desorientación, para que no vayamos como “vagabundos”, que no saben dónde ir, sino como “peregrinos”, que tienen una meta a la que llegar, y “discípulos”, que van aprendiendo poco a poco el camino del Señor.

No ser indiferentes ante el sufrimiento

El diálogo cristiano y evangelizador implica la capacidad de mirar y acercarnos a las personas en sus circunstancias, desde la perspectiva de la encarnación de Dios que se entrega por amor en la cruz. Uno de los valores que la fe cristiana tiene que aportar al mundo de hoy es el de no prescindir, ni pasar de largo frente al sufrimiento humano, que es real bajo todas sus presencias y manifestaciones.

La cruz, símbolo cristiano por antonomasia, plantea preguntas a las que todo ser humano, toda cultura y toda ética social, sea religiosa o secular, debe responder.

El crucificado nos pide que abramos nuestros ojos al sufrimiento del mundo actual, nos mueve a una mayor solidaridad con los que sufren y nos lleva a trabajar para aliviar ese sufrimiento y para superar sus causas.

La cruz es el signo eminente de la justicia y la misericordia divinas. Cuando estas han sido negadas por el pecado humano, la misericordia divina lo vuelve a hacer posible, pues en la cruz “Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encomendó la palabra de la reconciliación” (San Pablo).

La cruz de Jesús no ratifica ningún tipo de sacrificio o actitud que pacte con la injusticia o la violencia. Al contrario, la cruz desvela que en el corazón del mundo está la misteriosa presencia de Aquel que se compadece radicalmente de todos los que sufren y que nos llama a la misericordia compasiva.

La vocación misionera es la llamada de Dios que nos envía a hacer llegar esa misericordia a los más pobres, a los pecadores, a los olvidados, a los crucificados del mundo actual que sufren las consecuencias de la injusticia y la violencia.

Con ese mundo hemos de entrar en diálogo, para abrir una ventana a la esperanza, caminando pacientemente, ayudando y sirviendo a los hermanos.