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Escuchar para ver

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“En aquel tiempo, mientras Jesús salía de Jericó acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Bartimeo, un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar. ¡Hijo de David, ten compasión de mí! Muchos le increpaban para que se callara. Pero el gritaba mucho más: ¡Hijo de David, ten compasión de mí! Jesús se paró y dijo: llamadle. Llaman al ciego diciéndole: ¡Ánimo, levántate! Te llama. Y él agarrando el manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Jesús dirigiéndose a él, le dijo: ¿Qué quieres que te haga? El ciego le dijo: Rabbuni, ¡que vea! Jesús le dijo: Vete tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista y le seguía por el camino”. (Mc 10, 46-52).

            Este pasaje del evangelio se leía, en octubre hizo dos años, en la clausura del Sínodo sobre los jóvenes. Y se subrayaban tres pasos fundamentales para el camino de la fe.


Escuchar

            Bartimeo está ciego y no hay quién lo escuche. Está abandonado. Clama al Maestro, pero la gente le dice que se calle y no moleste. Jesús, en cambio se para y lo escucha. Al contrario de lo que piensan sus discípulos, para Jesús, el grito del que pide ayuda no es algo molesto que dificulta el camino, sino una pregunta vital. ¡Qué importante es para nosotros escuchar la vida!

            Escuchar con amor, con paciencia, como lo hace Dios con nosotros, aunque a veces seamos repetitivos. Dios nunca se cansa, siempre se alegra cuando lo buscamos.


Hacerse prójimos

            Jesús se encuentra con Bartimeo y le pregunta: ¿Qué quieres que haga por ti? No basta hablar, hay que hacer. Dios se implica en primera persona con un amor de predilección por cada uno de nosotros. Así la fe brota en la vida.

            Si la fe se queda solo en la doctrina, podrá llegar a la cabeza, pero nunca al corazón. La fe es vida: vivir el amor de Dios que ha cambiado nuestra existencia. La proximidad a los hermanos es la única puerta para transmitir el corazón de la fe.

            En Jesús de Nazaret, Dios se hizo prójimo de cada uno de nosotros. Y cuando por amor a Él también nosotros nos hacemos prójimos de los demás, nos convertimos en portadores de nueva vida, no en maestros, sino en testigos del amor que salva.

Testimoniar

            Como Bartimeo, son muchos los hombres que buscan la luz de la vida. Buscan un amor verdadero. Son pocos los que interesan de verdad por ellos.

            No podemos esperar a que llamen a nuestras puertas; tenemos ir donde están ellos. Jesús nos envía, como aquellos discípulos, para animar y levantar en su nombre.

            No se trata de adoctrinar, convencer ni ofrecer recetas fáciles. Se trata de acercarse al que está caído, ayudarlo a levantarse para que vuelva a ver.

            La fe que salvó a Bartimeo no estaba en la claridad de sus ideas sobre Dios, sino en buscarlo, en querer encontrarlo. La fe es una cuestión de encuentro, no de teoría. En el encuentro Jesús pasa, en el encuentro palpita el corazón de la Iglesia. Entonces lo que será eficaz es nuestro testimonio de vida, no nuestros sermones.

            Recordemos que Jesús no hizo ningún gesto especial para devolver la vista a Bartimeo. Todo fue mucho más sencillo y más profundo. A aquel a quien nadie escuchaba, Jesús se paró a escuchar. Bartimeo escuchó a Jesús y vio. No hubo nada que hiciera que aquello pareciera un acto de magia. Hubo humanidad, hubo escucha.

            En un mundo que tantas veces camina oscuras, solo hay un camino para recobrar la vista: escuchar, escucharse mutuamente.

            Y esa es la tarea de la misión: hacer que el oído y la voz amorosa de Dios llegue a todo hombre y mujer del mundo. Seamos personas de escucha sincera y desinteresada.

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