Un economista etíope se preguntaba hace poco por qué se siguen repitiendo algunos errores históricos evidentes y las personas que deberían ser las beneficiarias de las políticas de desarrollo siguen siendo, en su mayoría tan pobres como siempre.
Parece claro que, salvo contadas excepciones, las llamadas «ayudas oficiales» promovidas por los gobiernos han sido un gran fracaso. Una de las razones más importantes es el «lazo» que une a los gobiernos con las grandes empresas de su país. ¡Cuántos presidentes de gobierno o jefes de estado viajan al exterior para apoyar proyectos económicos de empresas de su país en países más pobres!
Tendrán derecho a hacerlo, lo que no es aceptable es «contabilizarlo como ayuda al desarrollo» o en todo caso habría que preguntarse «¿ayudas al desarrollo de quién? ¿del que invierte o de quien acepta la presencia de esas empresas extranjeras?».
Junto a la «ayuda oficial» está la ayuda proporcionada a través de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), a veces enfrentadas con las ayudas oficiales. Las ONG normalmente actúan de una forma más directa en la sociedad y en los grupos humanos de los países pobres. De esta manera mantienen un contacto más cercano con las organizaciones de base de los países receptores de la ayuda.
Un gobierno antepone los intereses económicos de su país y de sus empresas, una ONG tiene la posibilidad de conocer directamente y organizar sus proyectos y programas tal como son deseados por los pobres.
Nosotros podemos poseer mejores medios técnicos y más dinero, pero es la gente del lugar la que mejor sabe cuáles son los proyectos capaces de ayudarles a salir de forma sostenible de una condena a la pobreza que parece interminable.
No es un problema sencillo y debemos seguir profundizando sobre él. De momento baste con partir de algo de los que estamos profundamente convencidos: es necesario escuchar a los pobres para ayudarles a salir de su pobreza.
Los misioneros lo aprendimos hace muchos años. Es verdad que no siempre hemos sido coherentes con esta convicción. Entonces la realidad nos ha hecho volver atrás y recordar que sin escuchar al otro es imposible darle una mano que le ayude a vivir con mayor dignidad.
Y esa es la voluntad de Dios: que todos sus hijos e hijas vivan con dignidad. Por eso Dios pasó mucho tiempo escuchando a los hombres y luego habló: su palabra se hizo carne, se hizo presencia en la historia humana para abrir una puerta a la esperanza en un mundo donde la injusticia es una amenaza permanente.
Dios permanece como palabra que llama a la justicia. Ser cristiano es ser eco de esa palabra.
P. BERNARDO BALDEÓN