Ayotzinapa, la pesadilla continua
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El grupo de expertos independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ofreció un informe de más de 500 páginas que echó por tierra la versión oficial de los hechos. La “verdad histórica” se convirtió en “mentira histórica”, como dijeron los padres de los desaparecidos.
El documento, fruto de 6 meses de trabajo, afirma que fue imposible que en el basurero de Cocula se incineraran 43 cuerpos, como dijo el gobierno de México; que los atacantes sabían que los jóvenes eran estudiantes e iban contra ellos; que el ejército y la policía federal al menos monitorearon en tiempo real todos los ataques sin hacer absolutamente nada para ayudar a los jóvenes e incluso restringieron ciertas informaciones; y que funcionarios obstruyeron la investigación y destruyeron pruebas.
El informe también indica que la “hipótesis más consistente” sobre el móvil de este crimen de violencia extrema que violó los derechos humanos de 180 víctimas directas es que los jóvenes tomaran por error un autobús utilizado para el trasiego de heroína, cocaína o dinero entre Iguala y Chicago.
La Normal Rural de Ayotzinapa ha entrado en una rutina fantasmagórica. El patio de esta escuela de maestros de Guerrero, que tras el terrible crimen de Iguala estaba plagado de gente y de solidaridad pese al inmenso dolor, se muestra ahora desolado cuando arrecia la lluvia cada tarde y el barro invade la escuela. El agua retumba en el techo de lámina sobre la capilla homenaje. Las sillas vacías, las fotografías, las flores ya tienen diez meses ahí.
Siguen faltando 47. Los tres normalistas asesinados, entre ellos el salvajemente desollado, Julio César Mondragón. El estudiante en coma desde los ataques, Aldo Gutiérrez, para el que el grupo de expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha pedido apoyo médico. Y los 43 desaparecidos, entre ellos Alexander Mora, el único del que se ha encontrado e identificado un resto mediante pruebas de ADN y cuyo sueño de ser maestro rural, como dijo su hermano Hugo durante su ‘entierro’, quedo reducido a “dos fragmentos óseos”.
Faltan también muchas explicaciones de lo que ocurrió aquella noche a 200 km de la capital mexicana y de por qué ocurrió, sobre todo después de que la Comisión Nacional de Derechos Humanos, una entidad oficial, a los 300 días del suceso, divulgara un informe con todo lo que la fiscalía no había hecho: desde analizar una camiseta a hablar con testigos de los hechos.
La gran mayoría de los padres sigue viviendo en la Normal, la escuela que se ha convertido en su sustento moral y económico.
“Dejamos todo, la milpa [las pequeñas parcelas de maíz], los animales, todo”, dice Martina de la Cruz, madre de Yoshivani Guerrero, desaparecido el 26 de septiembre de 2014 con 19 años. “Ni vamos a la casa”. Ella se quedó sin Yoshivani. Sus otros hijos se quedaron sin ella.
“Han interrumpido sus vidas, sus familias, sus fuentes de ingresos”, explica María Cristóbal, responsable de salud mental de Médicos sin Fronteras, una de las organizaciones que está apoyando a las víctimas. “Todo lo que no sea su hijo desaparecido ha pasado a segundo plano, incluida su salud”. La consecuencia, es una pesadilla continua, sin metáforas, pese a la valentía que muestran.
“Tienen pensamientos invasivos, es decir, ven imágenes tanto en sueño como en vigilia e imaginan todo tipo de atrocidades que les han podido pasar los muchachos, cosas horribles que perfectamente podrían ser verdad dado el contexto”, explica Cristóbal. “Y luego pasan a cuestiones tiernas de lo más maternales como preguntarse si tendrá hambre o frío”.
Así, casi de repente, la antigua hacienda que en los años 30 del siglo pasado se reconvirtió en una normal rural, devino epicentro de asambleas, reuniones, talleres. Aquí se reparten las funciones y las actividades para que haya padres en todos los actos significativos que reclaman justicia. Algunos de esos familiares, gente humilde de Guerrero o estados vecinos, llegaron adonde nunca pensaron, a países de Europa que no saben ni colocar en el mapa pero donde fueron recibidos por manos amigas. “Llegamos con los paisanos de allá, no con los gobiernos y nos apoyaron”, recuerda Eleucadio Ortega, papá de Mauricio Ortega.
“En lugares del norte de Europa nos escuchó gente que nunca antes se había organizado y que ahora lo hacían, para mí eso fue lo más bonito”, comenta Omar García uno de los líderes de los estudiantes.
Sin embargo, los gobiernos se han vuelto condescendientes con el ejecutivo de Enrique Peña Nieto. Las cuestiones económicas, como siempre, pesan más que los derechos humanos. EEUU está mucho más preocupado por volver a atrapar a Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán, el líder del cártel de Sinaloa fugado el 11 de julio. Francia, que se dice abanderada de los derechos y libertades, acogió con todos los honores al presidente mexicano y a su ejército para desfilar el día de la fiesta nacional francesa, también este julio. Y a finales de junio los Reyes de España eligieron México para su primer viaje de Estado a América Latina, una visita que Felipe VI aprovechó para ensalzar el ‘compromiso’ de México con la modernidad y los derechos del hombre.
Afortunadamente, a la Normal sigue llegando comida y apoyo, muchas veces de las redes tejidas en los viajes de las víctimas, pero la situación no es fácil. El objetivo es mantenerse unidos para no perder fuerza pero la desesperanza crece.
“La única opción es mantenernos juntos”, sentencia categórico Omar, uno de los normalistas superviviente de la noche triste de Iguala, como ya se la conoce. “Mientras sus hijos no estén, no les vamos a dejar trabajar porque entonces la unidad se rompe”, asegura. Omar conoce bien ese refrán de ‘divide y vencerás’. Y el Partido Revolucionario Institucional, que regresó al poder en 2012, lo conoce aún mejor.
A lo largo de estos meses algunos familiares han intentado avanzar por libre, sin éxito. Otros han escuchado jugosas ofertas de apoyo económico para tirar la toalla y organizaciones ‘solidarias’ intentaron ganar protagonismo para sus propios fines bajo el paraguas de “Ayotzinapa somos todos”.
Los movimientos de izquierda en México “no buscan la transformación profunda sino la confrontación para luego negociar componendas”, lamentaba Omar en un texto que hizo público cuando se cumplían 9 meses de los hechos. “Si algo indigna hoy más a los normalistas es la gente que se ha colgado del dolor de los padres”, añade.
Este estudiante asegura que ahora las personas quizás vean que ya no hay mucha gente en la escuela, que las manifestaciones no son tan grandes, dirán que el tiempo ha hecho su trabajo, que hay menos solidaridad pero “nosotros no lo vemos así”. “No se puede controlar que se infiltre gente, siempre pasa. Pero la verdad es que estamos como al principio: sin nuestros compañeros y con apoyo”.
Y escuchar a los padres lo corrobora. Para ellos el tiempo se detuvo. “Seguiremos exigiendo al gobierno que nos los entreguen. Sentimos que los chavos viven”, afirma Don Eleucadio. Sus palabras sonarían totalmente irreales si no es por la firmeza y el sufrimiento que cruzan la cara de este campesino.
El duelo es otro desaparecido. “Ante un suceso traumático siempre hay una primera fase de shock y desconcierto. El problema es que aquí esa fase no se ha superado porque sigue sin haber certezas, no se puede asumir una realidad que no se conoce”, lamenta María Cristóbal. “Falla el acceso a la verdad y no como un derecho humano sino como condición imprescindible para la salud y el desarrollo futuro”.
En Ayotzinapa hay verdades incompletas, medias verdades, verdades fabricadas hasta una “verdad histórica”, eufemismo con el que el ex fiscal general Jesús Murillo Karam ofreció la versión oficial de los hechos. Es la que dice que los muchachos querían enturbiar un acto del alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y que este ordenó a policías municipales de esta localidad y de la vecina Cocula que se deshicieran de los chicos. La que asegura que los agentes entregaron a los jóvenes al crimen organizado y que sicarios del grupo Guerreros Unidos los llevaron a un basurero y ahí los prendieron fuego en una hoguera que duró horas y horas hasta que sus restos quedaron convertidos en ceniza y fueron arrojados al río. Esa es la “verdad histórica” para el gobierno de México.
Otra cosa es la Verdad, con mayúsculas, algo impreciso todavía. Y buscarla, como dice la especialista de MSF, “implica nuevos riesgos, amenazas, más miedos”.
De momento, las investigaciones no ofrecen muchas respuestas aunque el grupo de expertos de la CIDH se muestra esperanzado y en septiembre presentará un informe que confía proporcione algunas certezas. Todos piden que se siga buscando a los jóvenes, aunque no se tiene constancia de que las autoridades lo estén haciendo, y lanzan más preguntas. Pero el documento la de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), coincidente en muchas partes con los avances preliminares dados a conocer por el Equipo Argentino de Antropología Forense y por los expertos de la CIDH deja un regusto muy amargo. Si, como dice el informe, no se entrevistó a testigos claves, no se detuvo a todos supuestos involucrados, no se rastrearon las últimas llamadas desde los móviles de los desparecidos, no se enseñaron a los padres objetos personajes encontrados en los lugares de los hechos , si puede haber otras corporaciones de seguridad involucradas, otras ‘rutas de la desaparición’, si ni siquiera hay certeza de que los restos supuestamente atribuidos a los estudiantes sean de humanos ¿qué hicieron todas las autoridades durante diez meses en la que el gobierno consideró la investigación más grande de la historia de México? ¿Cómo construyeron su ‘verdad histórica’?
Para agravar más las cosas, semanas después del informe de la CNDH, los expertos de la CIDH avanzaron algunos datos del suyo que apuntaban a la ocultación y destrucción de pruebas, como un vídeo de uno de los lugares del crimen que fue custodiado por las autoridades y luego eliminado.
Hay más de cien detenidos entre policías locales, funcionarios (como el alcalde de Iguala) y miembros del crimen organizado. Algunos de los encarcelados denunciaron haber sido torturaros. Entre ellos no hay ningún alto cargo. Tampoco hay ningún militar, a los que ni siquiera se ha interrogado pese a que las víctimas los vinculan con los hechos por acción u omisión y pese a que los expertos de la CIDH han insistido en que sus testimonios pueden ser clave. El gobierno tardó cinco meses en responder a su petición de poder entrevistarles. Cuando lo hizo fue de forma negativa: no se autorizaba el interrogatorio porque eso “pondría en peligro la legalidad de la investigación”.
No hay cargos por desaparición forzada, solo por secuestro, homicidio y/o crimen organizado. Tampoco por tortura, aunque lo que los criminales hicieron con Julio César Mondragón no puede tener otro nombre. Tampoco hay sentencia alguna. Solo muchos procesos desperdigados por varios tribunales con expedientes de miles de folios desordenados en los que buscar un dato es como intentar hallar una aguja en un pajar.
Además de la falta de investigación, otra pregunta que recorre la mente de los guerrerenses es de qué sirvió el despliegue de miles de policías, gendarmes y militares si, como dice la CNDH, la situación de violencia e inseguridad en la zona no ha mejorado.
“No es una situación de guerra pero el nivel de trauma solo es comparable con el de lugares donde se ha vivido un conflicto armado”, señala la responsable de Salud Mental de MSF. “Y el problema es que cuando hay una guerra se visibilizan y se dignifica a las víctimas pero en este caso, eso no pasa. Aquí no hay guerra, solo cifras de violencia escalofriantes y mucho más invisibles”.
Un ejemplo. En Iguala, solo en Iguala (120.000 habitantes), de octubre de 2014 a mayo de 2015, es decir en ocho meses, se han encontrado, al menos 60 fosas clandestinas con 129 cuerpos, la mayoría no identificados, según datos oficiales. Y un comerciante que trabaja junto al Zócalo aseguraba en junio de 2015 que las
desapariciones y ejecuciones en el municipio continuaban exactamente igual que siempre.
Otro ejemplo. A solo dos horas de allí, en la localidad de Chilapa, también en Guerrero, en solo cinco días de mayo desaparecieron 16 personas, algunas detenidas a plena luz, según las familias de las víctimas. “Yo creí que tras Ayotzinapa no iba a pasar nada más”, decía hace semanas Mario Díaz, taxista y hermano de uno de los más de cien asesinados en Chilapa en el último año. Se equivocó. De esos 16 desaparecidos sigue sin haber ni rastro.
Tal vez por eso la CNDH en su informe sobre Iguala pedía investigar a fondo todos los vínculos de criminales y autoridades, rastrear las cuentas de funcionarios públicos, una complicidad de la que hablaba con contundencia el taxista de Chilapa al ser preguntado sobre las elecciones de junio de 2015. “Lo único que se decide el día de las votaciones es qué grupo del crimen organizado nos va a gobernar”.
Cerca de cumplirse un año de la noche de Iguala, llega un “momento difícil”, dice Omar García. Ayotzinapa no solo debe mostrar su dolor, debe apostar por otro tipo de acciones legales que busquen la justicia y pongan en evidencia al crimen organizado y a sus cómplices de cuello blanco.
“Ahora las víctimas de Ayotzinapa tienen eco en el mundo, hay que aprovechar esa fuerza que otras víctimas no tienen”, añade el normalista. Hay que ir un paso más allá para luchar contra la impunidad.
Pero hasta que sepan cómo dar ese paso, los estudiantes deambulan entre la tristeza y los murales revolucionarios de la Normal. Esperan consignas de dónde será la próxima acción. Van de manifestación a plantón, de plantón a bloqueo. Unos cuantos atienden la granja que les alimenta. Otros confían en no perder el año porque el ritmo de clases no se ha recuperado. Otros más, los más jóvenes y muchos de los que sobrevivieron a la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, se han ido a sus casas. Todos esperan Verdad y Justicia.
“Tratamos de animarnos unos a otros”, dice un estudiante mientras da patadas a un balón. No suena nada convencido.