Vivimos un tiempo convulso. Fuertes cambios en la sociedad: nuevas tecnologías, inteligencia artificial, globalización, cambio climático, distribución y escasez de recursos, años de pandemia, conflictos enquistados y, por si fuera poco, una guerra en el corazón de Europa. Como Iglesia nada nos es ajeno. Cada realidad pasa a formar parte de esta casa común y marca el cómo vivimos.
Es conocido el viejo dicho: Dios nos dio dos orejas y una sola boca, de forma que tengamos que escuchar el doble de lo que hablamos. O aquel que nos invita a romper el silencio solo si aquello que vamos a decir lo mejora. Quizás nos ha acompañado en la Iglesia una fama de ser proclives a “dar charlas”.
Es verdad que la predicación forma parte de la evangelización, pero también sería interesante cómo fue esa predicación en la figura de Jesús: la importancia de los silencios, de las miradas, de la percepción del lenguaje gestual, de lo que hoy llamaríamos la escucha activa. Es un tiempo precioso para que las comunidades eclesiales se conviertan en “hogares de escucha”, lugares donde acoger, donde no enjuiciar, subrayar los gestos, devolver comprensión. No se trata de renunciar a la palabra, se trata de que la palabra sea palabra viva.
Claro que la Iglesia ha acompañado ya de esta forma en muchos momentos con grupos de diversa índole o desde el sacramento de la reconciliación. Pero también es una cuestión de actitud, de crecimiento, de mejora de nuestra calidad de servicio, de despertar los sentidos para percibir al prójimo.
Es curioso, porque si preguntas a alguien de forma aleatoria si cree que es una persona que escucha, por lo general te responderá que sí. Sin embargo, si a esa misma persona le preguntas si se siente escuchado, por lo general, te responderá que no. No hace falta hacer un profundo estudio sociológico para darse cuenta de que algo está fallando. Educar en la escucha es, por tanto, un desafío y una herramienta pastoral en valor. Ante la soledad, el vacío existencial, los duelos de todo tipo: pérdidas traumáticas, movilidad humana, separaciones familiares, despidos laborales, la escucha activa aparece como espacio de evangelización.
Se podrá trabajar de manera más sistemática, (centros de escucha, grupos para compartir con esa finalidad, personas con una formación más específica), pero en todo caso es importante dotar a nuestros agentes pastorales, a los propios sacerdotes, a la vida religiosa, a las diferentes realidades ministeriales, de una capacidad básica en escucha que nos saque de respuestas prefabricadas, de juicios y prejuicios, de callejones sin salida que solo provocan incomunicación.
El sentarse a escucha a otro, característica de un encuentro humano, es un paradigma de actitud receptiva, de quien supera el narcisismo y recibe al otro, le presta atención, lo acoge en el propio círculo. Pero el mundo de hoy es un mundo mayoritariamente sordo. A veces la velocidad del mundo moderno, lo frenético, nos impide escuchar bien lo que dice la otra persona. Y cuando está a la mitad de su diálogo, ya lo interrumpimos y le queremos contestar cuando todavía no terminó de decir. Es muy peligroso perder la capacidad de escucha.
La Iglesia es un instrumento privilegiado para en encuentro con Dios, es sacramento de salvación universal. Su ser, siempre, va íntimamente unido a su misión. Esto nos recuerda que no puede convertirse en un espacio autorreferencial.
Mirarse a sí misma, estar en exceso preocupada por mantener sus estructuras, enredarse en proteger los cuarteles de invierno sin mirar hacia la misión, puede propiciar, además de una traición a la tarea evangelizadora, convertirse en la tumba de muchas de nuestras comunidades.
Una Iglesia en salida tratará de conservar todo lo genuino de la experiencia cristiana; intentará quitar adherencias que a lo largo del tiempo se han convertido en lastres de nuestra tarea; no estará tan pendiente de los números o de los aparentes “éxitos”; se expondrá al diálogo con el entorno para que el Espíritu pueda interpelar y generar nuevos espacios de vida.
Salir es arriesgarse, es perder seguridades, es vivir la vulnerabilidad, supone confiar, propiciar el encuentro. Salir y dialogar nos hace más humildes y nos ayuda a profundizar en nuestra condición permanente de discípulos. Es el miedo el que paraliza, el que provoca el inmovilismo, el que nos deja enrocados en nuestros egoísmos y nuestros problemas.
Vivimos un tiempo convulso. Fuertes cambios en la sociedad: nuevas tecnologías, inteligencia artificial, globalización, cambio climático, distribución y escasez de recursos, años de pandemia, conflictos enquistados y, por si fuera poco, una guerra en el corazón de Europa. Como Iglesia nada nos es ajeno. Cada realidad pasa a formar parte de esta casa común y marca el cómo vivimos.