Un comité médico ha desaconsejado este jueves la segunda tanda de 50 latigazos al bloguero saudí Raif Badawi, prevista para mañana viernes. Pero, mientras las autoridades deciden si suspenden o no el castigo, los 50 primeros latigazos –le quedan 950-- siguen resonando como 50 gritos contra la incoherencia en el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Allí se sienta el Gobierno de Riad, que ha hecho de la represión de toda disidencia una práctica sistemática.
La flagelación, recalca Amnistía Internacional (AI), está prohibida por el Derecho Internacional junto a otras formas de castigo corporal. Y la de Badawi es todo un símbolo del desprecio del régimen saudí por los derechos humanos.Empezando por los de las mujeres, relegadas a una ciudadanía 'de segunda' que les veta hasta la conducción de vehículos. Y acabando por los de la comunidad chií, sometida a un acoso continuo que se traduce en detenciones, cárcel e incluso ejecuciones en un país con un alarmante historial en cuanto a condenas a muerte: más de 2.000 ejecuciones entre 1985 y 2013, casi una diaria en agosto de 2014.
Raif Badawi no solo ha sido condenado a 1.000 latigazos: también deberá cumplir 10 años de cárcel y pagar 230.000 euros de multa. "¿Es un asesino, un delincuente?", se preguntaba la multitud que se arremolinó el 9 de enero frente a la mezquita al-Jafali, en la ciudad de Yidda, donde tuvo lugar el castigo público. No, su 'delito' fue crear una web de debate social y político para dar cabida al pensamiento laico y liberal y plantear la necesidad de separar religión y Estado. Un insulto al Islam, según la acusación. Puro y simple ejercicio de la libertad de expresión, aclara Amnistía Internacional, que lo considera por ello un preso de conciencia.
La segunda tanda de 50 latigazos ya se suspendió el viernes 16 de enero por consejo médico: las heridas de la primera no estaban suficientemente curadas, y Badawi no podría soportar el nuevo castigo. Tras el dictamen médico de hoy, el director adjunto del Programa de AI para Oriente Próximo y el Norte de África, Said Boumedouha, ha recalcado: "En vez de prolongar su sufrimiento con sucesivas valoraciones, las autoridades deberían anunciar públicamente el fin de su flagelación y ponerlo en libertad de inmediato y sin condiciones".
El de Raif Badawi es un caso simbólico de la persecución implacable a las organizaciones independientes de derechos humanos, clausuradas por el régimen mientras sus fundadores y activistas más destacados son acallados a golpe de detenciones, malos tratos, juicios sin garantías y penas de prisión. Lo documenta un reciente informe de Amnistía Internacional sobre la Asociación Saudí de Derechos Civiles y Políticos (ACPRA) titulado "Cómo el reino silencia a sus activistas de derechos humanos".
Son 11 ejemplos de miembros de ACPRA procesados o encarcelados. Un amplio abanico social e intergeneracional (entre 22 y 78 años) unido por la determinación de defender los derechos humanos. Lo resumía bien Mohammed al-Bajadi al relatar su participación en 2011 en una protesta para pedir la libertad de varios detenidos durante años sin cargos ni juicio: "Un oficial de seguridad me preguntó si tenía familiares encarcelados, y yo le dije que sí, porque 'todos los presos son mi familia'. Él replicó: '¿Quiere reunirse con ellos en prisión?'. Y yo contesté: 'No. Queremos que los liberen'."
Lo contó en las redes sociales... Y fue detenido –otra vez, ya tenía experiencia– al día siguiente.
El escenario represivo se ha acentuado con la entrada en vigor hace un año de la Ley sobre Delitos de Terrorismo y su Financiación. En palabras de Boumedouha, confirma los "peores temores" de Amnistía, "que las autoridades saudíes están buscando una coartada legal para afianzar su capacidad de reprimir la disidencia pacífica y silenciar a los defensores de los derechos humanos”.
Lo más inquietante es que esa represión sistemática se produce mientras Arabia Saudí aprovecha su riqueza petrolífera y su alianza con Estados Unidos en la "guerra contra el terror" para hacerse un hueco en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Pero las apariencias engañan. Y Riad, por ejemplo, mantiene sus reservas a la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer. Nada extraño en un país donde las mujeres han tenido que esperar a este 2015 para poder votar en unas elecciones locales. Y donde, según el sistema de tutela vigente, necesitan permiso de un tutor varón para casarse, cursar estudios superiores, tener trabajo remunerado, someterse a cierto tipo de cirugía, viajar, e incluso conducir.
Las mujeres saudíes llevan desafiando la prohibición de conducir desde 1990, y sobre todo desde 2011 con el respaldo de la campaña online "Mujeres al Volante". A costa, eso sí, de multas y de detenciones como las sufridas hace un par de meses por Loujain al-Hathloul y Mayssa al-Amoudi, protagonistas de una ciberacción de AI Españatodavía en marcha. Pero nadie va a pararlas, porque, como contaba a Amnistía una participante en la campaña, conducir “es un derecho de lo más simple y básico, relacionado con nuestra libertad de circulación, que nos empoderará y hará sentir que controlamos nuestra vida”.
Entrevista con Aitor Zabalgogeazkoa, ex jefe de Misión de Médicos Sin Fronteras en Siria durante los 2 últimos años, ex director general de MSF España y actual representante de MSF en Turquía
Superados los tres años y medio del inicio del conflicto, la guerra de Siria se ha cobrado ya la vida de como mínimo 200.000 personas.
El Programa de Alimentos de la ONU anunció en Diciembre la suspensión de la ayuda alimentaria a más de 1,7 millones de refugiados sirios, aludiendo a la falta de fondos. In extremis, su campaña consiguió que la atención esté asegurada únicamente hasta Enero.
Laura Balagué: ¿Los sirios están solos?
Aitor Zabalgogeazkoa: Los han dejado solos. No ha habido una reacción ni habilidosa ni inteligente. El acuerdo al que se llegó para retirar las armas químicas interesaba a Occidente; y al gobierno sirio para poder ganar tiempo para conseguir un interlocutor necesario. Ocurre lo mismo con el bombardeo contra el Estado Islámico. La población no recibe ningún beneficio, al revés, donde no caían bombas ahora también caen.
Eva Corbacho: Más de siete millones de sirios se han desplazado de un lugar a otro del país y más de tres millones se han refugiado en países vecinos. Una población en continua huida.
AZ: Es el conflicto con más muertos, heridos, desplazados y refugiados desde el genocidio de Ruanda y la guerra de los Balcanes. Un sufrimiento que no se veía desde principios de los años 90.
LB: Has sido jefe de misión en un gran número de países, ¿qué tiene de propio el conflicto de Siria?
AZ: Se trata de una guerra urbana producida en una zona con alta densidad de población. Era un país con unos ingresos medios, que ha visto caer de una manera brutal su nivel de confort. A todo esto, se añade el tema coyuntural, que Siria es un gran centro en el conflicto del Islam.
LB: Los sirios que cruzan las fronteras del país llegan de distintas ciudades como Alepo, la segunda ciudad más poblada del país y una de las más sitiadas.
AZ: Y porque no les queda más remedio. Del verano hasta hoy, llegan personas que ni se les pasaba por la cabeza acabar como refugiados en Turquía o en el Líbano. Han agotado, en estos años, todos sus recursos financieros y llegan, tan sólo, con una bolsa. Ya no le queda nada a nadie.
LB: ¿Cuál es la situación que has visto en Alepo?
AZ: Hay un nivel de destrucción comparable sólo a las imágenes de la Segunda Guerra Mundial. Está siendo vaciada debido a la interminable ofensiva con barriles bomba que empezó el gobierno de El Asad a mediados de 2013 y a las condiciones de vida imposibles que hay en la ciudad.
EC: ¿Cómo llegan anímicamente los refugiados?
AZ: Es población mucho más vulnerable que la del inicio de la guerra. Han estado sufriéndola durante mucho más tiempo. Gran parte de ellos están muchísimo más afectados y traumatizados por lo que han visto y vivido.
LB: ACNUR, en uno de sus últimos informes, señala que los campos de refugiados se alcanzan a ver desde el cielo. Si sobrevolamos y reseguimos las fronteras de Siria, ¿cuál es la imagen aproximada que obtendremos?
AZ: Si volamos por encima de la frontera de Jordania, vamos a ver Zaatari. Es uno de los campos de refugiados más grandes del mundo. Ese no lo he visto pero sé que está ahí. En cuanto al Líbano, se está planteando cerrar las fronteras porque ya no puede asumir más población. Además, es uno de los países más vulnerables a todo el tema sectario.
LB: Y en Irak, ¿qué sirio hubiese imaginado acabar refugiado en un país hundido por la guerra…?
AZ: De hecho, la presencia de MSF en Siria empezó a partir de 2005 en Damasco atendiendo a niños y mujeres iraquíes que huían de la guerra. No teníamos entonces ningún proyecto en Siria pensando que iba a suceder lo que pasó. Durante las protestas civiles lo que hicimos fue atender las peticiones que había de los médicos independientes para tratar personas que no querían ir a los hospitales porque se sentían amenazadas.
LB: Turquía, la última frontera y el país que más conoces. ¿De quién os ocupáis allí?
AZ: Nosotros no trabajamos en los campos de refugiados que tienen unas condiciones relativamente buenas y que acogen unas 200.000 personas. Nos centramos en los refugiados no registrados urbanos, que para nosotros son los más vulnerables.
Allá donde reina el caos, los señores de la guerra hacen de la vida un negocio. Al menos 50.000 personas permanecen desparecidas en Siria. Alarmantes cifras que han llevado a miles de familias de ambos bandos a la tortuosa búsqueda de sus seres queridos en medio de la guerra. “Nos llevaron a un campo, abrieron un pozo y pusieron a un joven de rodillas. Le cortaron el cuello. Su cuerpo cayó al pozo empujado por la suela del verdugo. Aunque viviera 200 años, jamás podré olvidar el olor a muerte y descomposición que brotaba de aquel agujero. Aún me despierto por las noches con ese hedor en la nariz”, rememora Wisam Sakur, de 36 años, que logró escapar con vida tras 10 meses de cautiverio en el que sus familiares no cesaron de buscarle.
Su carné de identidad fue su condena. Oriundo de la aldea Qardaha, en Latakia, cuna de la familia del presidente Bachar el Asad, sus captores vieron en él una moneda de cambio para recuperar a rebeldes presos de las celdas del régimen. Con una extraña mueca que asemeja a media sonrisa, Wisam relata con todo lujo de detalles las horas, los pormenores de traslados a otras celdas, los nombres de los compañeros de cautiverio o los rasgos de sus guardianes. “Preso entre cuatro paredes, la mente es lo único que te queda. Un día pasé cinco horas observando una hormiga a la que hice caminar interminablemente por mis dedos, contando sus patas, analizando su fisionomía”, recuerda. Los guardianes eran relevados cada mes y medio para evitar que se crearan lazos con los reos. Consciente de que le aguardaba una muerte segura, Wisam y dos compañeros de cautividad huyeron una noche forzando una ventana de la celda. Caminaron sin descanso durante dos días con sus dos noches hasta llegar a un poblado seguro.
La supervivencia económica pasa a un segundo plano para decenas de miles de familias que consagran sus días a la búsqueda del ser querido que un día salió por la puerta para nunca más regresar. “En 2011 contabilizamos hasta 200.000 desaparecidos. Hoy las cifras se han reducido a unas 50.000”, apunta el jeque —autoridad religiosa— Nuwaf Abdelaziz que preside una oficina de reconciliación en Damasco.
Centenares de oficinas de reconciliación proliferan a lo largo y ancho del país recurriendo a personalidades locales de diferentes regiones y confesiones que hacen las veces de mediadores. Se trata principalmente de jeques y notables religiosos capaces de entablar contacto simultáneamente con los grupos rebeldes, las mafias organizadas de ambos bandos y oficiales del Ejército sirio. “Hay tres tipos de casos. Los secuestrados por motivos económicos, fáciles de resolver si la familia puede encajar el rescate. Los que han sido secuestrados para ser intercambiados por presos en las cárceles del gobierno. Si el reo que quieren intercambiar ha cometido delitos de sangre, no podemos hacer nada y el raptado es ejecutado. Por último, los casos más complicados son una mezcla entre delincuencia y ajuste de cuentas que casi siempre terminan mal”, apunta el jeque.
Nuwaf asegura que los comités de reconciliación también se encuentran en el lado rebelde. “A muchos desaparecidos los localizamos en las cárceles gubernamentales. Miembros de los comités civiles y simpatizantes del régimen los denunciaron como colaboracionistas tras secuestrarlos y no obtener dinero alguno por ellos, encarcelándolos más tarde como venganza”, asegura Nuwaf.
Al otro lado de la frontera, en la capital libanesa, Mohamed, de 31 años y dramaturgo de vocación lucha por llegar a final de mes con pequeños trabajos. “Era 2012 y estaba en la mezquita Omeya de Damasco cuando un grupo de jóvenes empezaron a vitorear consignas contra el régimen. La policía secreta y shabiha –mercenarios a sueldo del régimen- los arrestaron y con ellos a todos los jóvenes que estábamos allí”, relata Mohamed. Recuerda los 25 interminables días que pasó en una celda de cuatro metros cuadrados junto con otros 45 presos. “Me rompieron a golpes todos los dientes superiores, dos costillas y la nariz sin haber hecho nada”, añade. Nada más ser liberado empacó sus enseres cogió a su mujer, que ya se creía viuda, y salió del país para nunca más volver.
A pesar de que numerosos familiares insisten en la reconciliación como única salida al conflicto, la cruel y sangrienta guerra civil ha radicalizado a ambos bandos donde muchos anteponen hoy venganza a diálogo. “¿La verdad? Jamás podré perdonar a mis secuestradores. Si los viera, les pasaría por encima con un tanque”, admite Wisam. “No volveré a Siria mientras siga [Bachar el] Asad”, asegura por su parte Mohamed.
En Pakistán viven entre dos y tres millones de refugiados afganos. Algunos llegaron hace unos meses y se alojan en refugios improvisados, pero otros están instalados desde hace décadas. La mayoría huyó de la guerra y otros simplemente de la falta de trabajo.
Ahora se enfrentan a una situación difícil, la de quedar atrapados en la red que pretende expulsar a los residentes “ilegales” de este país del sur de Asia de 188 millones de habitantes.
Según los datos oficiales del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), 1,6 millones de afganos residen legalmente en Pakistán y son titulares de la prueba del registro (POR, en inglés) que otorga el organismo. Se cree que muchos más viven ilegalmente en el país, sobre todo en la franja norte y tribal que limita con Afganistán.
La mayoría llegó durante la invasión soviética a su país en 1979. La guerra llevó a los afganos a cruzar la frontera montañosa que se extiende unos 2.700 kilómetros entre ambos países.
Las Áreas Tribales bajo Administración Federal (FATA) y Jiber Pajtunjwa (JP), que entonces se conocía como la provincia de la Frontera del Noroeste, ofrecían una buena integración a la sociedad local, ya que la lengua común, el pashto, reducía la brecha entre los afganos de etnia pashtún y la población pakistaní, mayoritariamente panyabí.
Pero lo que empezó como una cálida bienvenida se enfrió con el paso de las décadas, y ahora muchos atribuyen a los afganos gran parte de la delincuencia, el desempleo y los actos extremistas en la región.
El 16 de diciembre un atentado terrorista contra una escuela en Peshawar, la capital de JP, mató a 148 personas, de las cuales 132 eran niños, y echó más leña al encendido debate sobre la situación de los refugiados afganos, a quienes se acusa de engrosar las filas de los talibanes paquistaníes y otros grupos armados que operan con impunidad en las zonas tribales.
Tres días después de la masacre, el 19 de diciembre, el ministro jefe de JP, Pervez Khattak, convocó una reunión de emergencia del gabinete para exigir el retiro inmediato de todos los refugiados afganos, afirmando que el ataque contra la escuela fue planeado en Afganistán.
Ese reclamo es cada vez más fuerte en el norte de Pakistán, donde el terrorismo se cobró más de 50.000 muertes desde 2001, cuando la ocupación estadounidense de Afganistán causó una segunda oleada de inmigración a este país.
Un debate nacional llevó a la decisión de que los residentes afganos legales podrán permanecer en Pakistán hasta fines de 2015, cuando serán repatriados de forma segura.
En una entrevista con IPS el 22 de diciembre, el ministro federal de Estados y Regiones Fronterizas, Abdul Qadir Baloch, afirmó categóricamente que los refugiados legales permanecerán hasta fines de 2015, según el acuerdo del gobierno con el Acnur.
“Nunca se encontró que los refugiados afganos registrados estuvieran involucrados en incidentes relacionados con el terrorismo en el país y no serán repatriados en contra de su voluntad”, subrayó Baloch.
Sin embargo, cansadas de esperar, las autoridades locales tomaron la ley en sus propias manos y comenzaron una importante ofensiva contra los refugiados afganos.
“Alrededor del 80 por ciento de los crímenes en JP son cometidos por los afganos”, afirmó el ministro de Información de JP, Mushtaq Ghani.
“Están involucrados en asesinatos y secuestros extorsivos, pero desaparecen después de cometer estos crímenes y no podemos rastrearlos”, aseguró a IPS.
“Por eso exigimos que quienes tengan POR sean internados en campamentos, y quienes no los tengan que sean enviados a casa”, agregó el funcionario, cuya provincia alberga a aproximadamente un millón de afganos.
El agente policial Khalid Khan informa que todos los días se detienen aproximadamente 100 personas. “Se busca en todas las casas”, explicó a IPS, y agregó que incluso se investiga a las “localidades adineradas” en búsqueda de posibles residentes ilegales.
Pero a los afganos no solo se les atribuyen el terrorismo y la delincuencia. También se asegura que las empresas ilegales establecidas por los refugiados acabaron con los negocios locales.
Según Ghulam Nabi, vicepresidente de la Cámara de Comercio e Industrias de JP, los afganos son propietarios de 10.000 de las 20.000 tiendas en Peshawar. Pero como no son residentes registrados, no están sujetos a los mismos impuestos que los tenderos paquistaníes.
Nabi y su organización “instaron” al gobierno que envíe a los afganos de vuelta para que los lugareños puedan seguir trabajando. También sostiene que la demanda de vivienda de los refugiados infló los alquileres a precios inasequibles.
Además de los afganos, JP también aloja a miles de paquistaníes desplazados de otras provincias. Los más recientes llegaron tras la ofensiva militar contra las fuerzas insurgentes en el distrito de Waziristán del Norte.
Abdullah Khan, profesor de la Universidad de Peshawar, dijo a IPS que dos millones de paquistaníes desplazados viven actualmente en JP, muchos de ellos en “ciudades de tiendas” improvisadas en el distrito de Bannu.
Khan sostiene que el gradual retorno de Afganistán a la democracia allanó el camino a la repatriación de los refugiados. El académico no ve motivo para que Pakistán siga acogiendo a una población extranjera tan grande.
Esa opinión es compartida por Imran Khan, el líder del Movimiento por la Justicia Pakistán, el partido en el poder en JP.
“El gobierno emite 500 visas paquistaníes a los afganos en la frontera de Torkham”, un paso importante que conecta la provincia afgana de Nangarhar con las FATA, “por día, pero se estima que entre 15.000 y 20.000 personas cruzan la frontera a diario”, dijo el 18 de diciembre.
“El movimiento ilegal sucede porque no tenemos un sistema de seguimiento de estas personas y sus actividades aquí”, agregó.
En el intento de rectificar las deficiencias del sistema, la policía de JP comenzó a bloquear los teléfonos celulares pertenecientes a los afganos y a regular los movimientos de los refugiados que violen las condiciones de sus visas.
Los residentes afganos afirman que las acusaciones son infundadas, y quienes viven en Pakistán desde hace décadas lo consideran su hogar. Otros temen el retorno a Afganistán.
Gul Jamal, un anciano afgano, dijo a IPS que aunque su familia quiere volver, la situación en su país es “muy precaria”.
“No hay centros educativos ni sanitarios, ni electricidad”, afirmó, y agregó que las oportunidades de trabajo también son escasas en Afganistán.
Espera que el gobierno de Pakistán se “apiade” de sus compatriotas. “La repatriación forzada nos expondrá a muchos problemas”, explicó.
Pero el ministro Baloch aseguró que “el gobierno protegerá a los afganos legales contra la repatriación forzada”.
El 3 de diciembre se cumplen treinta años de la fuga de gas tóxico que se produjo en una fábrica de pesticidas en Bhopal. Una fuga que se cobró la vida de más de 20.000 personas.
"La gente ha perdido la paciencia. Todavía recuerdan. Todavía lloran y lloran a sus familiares que murieron ese día. Sienten que, ahora, nuestro gobierno y la empresa deben escuchar y adoptar medidas, porque 30 años es demasiado tiempo,...que se haga justicia”.
Safreen Khan, de 20 años, cuyos padres sobrevivieron a la fuga de gas de 1984 en Bhopal.
Sus efectos todavía se sienten en la población de Bhopal. Muchas personas supervivientes siguen sufriendo graves problemas de salud, debido a los efectos de la exposición al gas. En particular las mujeres, quienes han sufrido abortos involuntarios e infertilidad, entre otros problemas ginecológicos. El impacto específico en la salud de las mujeres ha sido ignorado totalmente.
Las mujeres han liderado la lucha por la justicia en Bhopal. Dos de estas defensoras de derechos humanos, Rampyari Bai y Safreen Khan conocen perfectamente los efectos de la catástrofe. La esposa del hijo de Rampyari estaba embarazada de siete meses cuando se produjo la fuga. Cuando el gas alcanzó la comunidad, se puso repentinamente de parto. Ella y su bebé murieron poco después en el hospital. Rampyari misma ha luchado contra el cáncer.
El padre de Safreen ha tenido problemas de corazón, y su madre tiene dificultades de visión. Muchos niños de su comunidad nacen con discapacidades y deformidades. Las personas que residen en Bhopal creen que los problemas generalizados de salud se han agravado porque la gente ha tenido que beber agua contaminada.
Treinta años después, Rampyari, Safreen y el pueblo de Bhopal siguen buscando justicia. Las personas supervivientes de la fuga de gas no han recibido una indemnización adecuada para cubrir la totalidad de sus lesiones. Y muchas de ellas se han empobrecido más. La zona contaminada de los productos químicos que quedan en el lugar de la fábrica abandonada no ha sido limpiada. Y las empresas involucradas no han rendido cuentas.
Exige al Primer Ministro que el Gobierno indio realice una limpieza de la zona contaminada y que las empresas rindan cuentas.