Buscar información acerca de las maras, pandillas o delincuencia juvenil puede ser un arma de dos filos, en la mayoría de textos tratan el tema con una postura clasista que discrimina por su condición social a las mocedades de arrabal, precisamente muy poco de objetividad en estos estudios que buscan sancionar con apelativos como “clicas criminales.” Pero realmente dónde, cómo y por qué se origina este fenómeno en Centroamérica.
No hay que olvidar la violencia institucionalizada, la crueldad con la que actuaron los gobiernos en el Conflicto Armado Interno que atacó países como El Salvador y Guatemala, y es inadmisible dejar por un lado las limpiezas sociales que vienen realizando los gobiernos de turno en el Triángulo del Norte (Guatemala, El Salvador y Honduras). Las maras nacen de la discriminación con que trata el sistema a la infancia y adolescencia de arrabal, son marginadas por la sociedad clasista y racista, son el escombro de un sistema de castas. Se les niega toda oportunidad de desarrollo, el acceso a la educación formal, a una alimentación balanceada, el acceso a áreas recreacionales, se les niega lo vital para un desarrollo integral.
¿Qué hacen estos niños que en la mayoría de casos trabajan como adultos para ayudar en sus hogares con los gastos? ¿Qué hacen si no tienen un espacio propicio para desarrollar sus destrezas, sus habilidades, su creatividad, sus talentos? ¿Si no hay programas que se enfoquen en las carencias de esta parte de la sociedad? ¿Qué hacen estos niños que la mayor parte del tiempo están solos porque sus padres trabajan todo el día? ¿Qué hacen si ahí a la vuelta de la esquina hay alcohol, drogas y todo tipo de peligro? No hay que olvidar que quienes propagan las drogas en las periferias son las verdaderas bandas delictivas que pululan en el Gobierno. Las clicas criminales son las que infestan el Gobierno y el sistema. Hay que tener mucho nervio, cautela, respeto y objetividad para tratar el tema de la violencia juvenil que no es más que el rezago de la violencia institucionalizada.
Tema esencial el del patriarcado, el de marginación. La pobreza extrema. Las maras nacen como un grito sonoro de las áreas marginadas para que el resto de la sociedad las escuche, un grito de ayuda, de existencia. La forma en la que actúan y los códigos que manejan son encasquetados porque está intrínseco el pacto de lealtad y compañerismo. Las maras se fecundan en un amor de hermano que no se ven en otros niveles de la sociedad. Son generadas por la rebeldía propia del marginado, de ahí viene su fuerza, su pureza, su solidaridad. Responden a la violencia del sistema, la violencia no son las maras, es el sistema que margina y oprime. Se les criminaliza por su condición social.
La década de los años 80 es vital para el nacimiento de las pandillas, época en la que el Conflicto Armado Interno obligó a emigrar a miles que buscaron refugio en países como México y Estados Unidos, se dice que la Mara Salvatrucha nació en los barrios marginales de Los Ángeles, California, Estados Unidos. Estados Unidos a principios de los años 90 comienza a deportar centroamericanos y es así como llegan con nuevas modalidades que implementan en su resistencia contra el sistema. Responden a la violencia institucionalizada. Son estigmatizadas por su forma de vestir, por los tatuajes con los que decoran sus cuerpos. Caer en los focos de violencia que genera el sistema es muy fácil cuando no se tiene el apoyo familiar, el de la comunidad y las herramientas que brinden una formación integral.
En los centros de detención se violan sistemáticamente los Derechos Humanos. Las Reglas Mínimas para el Tratamiento de Reclusos de la ONU, las cárceles deben diseñarse de acuerdo a ciertas especificaciones para optimizar la rehabilitación de los reclusos. En el papel se habla de programas de yoga y meditación en las cárceles; porque promueven la salud, el desarrollo de la personalidad, mejoran la conducta y reducen la reincidencia. Se habla de clases de computación. Programas que funcionan muy bien en las cárceles de Estados Unidos pero en Centroamérica no porque no se cuenta con los espacios físicos ni con los recursos materiales. En las cárceles se vive en una sobrepoblación que los reclusos no alcanzan ni a comer los tres tiempos al día.
Por el contrario se les abusa, se les obliga a participar desde ahí en operaciones delictivas que están al mando de grupos criminales que están muy bien apoyados por el Gobierno. Las órdenes de secuestros salen desde las cárceles por órdenes de gente que cuenta con todos los recursos para delinquir desde la impunidad. No hay programas gubernamentales que ayuden a los jóvenes a reinsertarse a la sociedad cuando salen de la cárcel. Son las ONG las que hacen este trabajo, buscan empleadores que estén dispuestos a contratar exconvictos. Es vital reconocer que los diferentes sectores (basándose en la edad, por ejemplo) tienen necesidades diferentes. En Guatemala los jóvenes en las correccionales reciben el mismo trato que un reo de edad adulta. Los programas de rehabilitación solo funcionan en papel. No se incluyen programas para la rehabilitación a los drogadictos, y mucho menos se trabaja en cada droga específica. Esto debe ser vital para lograr la regeneración de los jóvenes. Los programas de desintoxicación de drogas son valiosos porque estos ayudan a evitar la reincidencia.
Los programas de salud mental, la salud cognitiva y la conducta, la atención médica. Todo esto es carente en las correccionales en Centroamérica en donde se trata a los reclusos adolescentes como criminales. Para nada salen rehabilitados, la cárcel en la mayoría de los casos se encarga de destruirles la vida por completo.
En el Informe de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre las actividades de su Oficina en Guatemala 2014, se indica que: "El sistema penitenciario continuó enfrentando serios retos. Con una capacidad para 6.492 personas había 18.204 personas privadas de libertad, de las cuales casi la mitad se encontraba en detención preventiva.
Como se ha informado anteriormente, se mantuvo la falta de control dentro de los centros penitenciarios y la actividad delictiva de estructuras involucradas en graves violaciones de los derechos humanos dentro y fuera del sistema penitenciario. Esto se vio reflejado en el inicio de la persecución penal, en una investigación, liderada por la CICIG, contra altas autoridades del Sistema Penitenciario, reclusos (entre ellos, el excapitán del Ejército Byron Lima Oliva, quien cumple condena por el asesinato del obispo Juan Gerardi en 1998) y particulares, por tráfico de influencias, asociación ilícita y lavado de dinero."
El panorama es poco alentador, sin un sistema que se enfoque en el desarrollo integral de la población en los sectores más golpeados, es poco probable o imposible que la propagación de las maras se detenga, estas son manipuladas por clicas criminales que ordenan desde el poder del Gobierno y la oligarquía. Sin un sistema penitenciario que ofrezca una verdadera rehabilitación y respete los Derechos Humanos es imposible evitar la reincidencia. Poco futuro tienen la niñez y la adolescencia de las periferias porque a quienes no se los lleva la hambruna, se los lleva la limpieza social o el crimen organizado. Al final perdemos todos como país, porque cada vida es única e invaluable.
* Ilka Oliva Corado es escritora y poetisa guatemalteca, inmigrante indocumentada con maestría en Discriminación y Racismo.
Ser joven en El Salvador es un peligro. Los jóvenes son el blanco predilecto de la violencia de las pandillas y son también la cantera de la que estas organizaciones criminales alimentan sus filas, que viven siempre al filo de la muerte. Sobrevivir en este contexto es un arte que se aprende: desde seleccionar el autobús adecuado para viajar y la escuela donde se estudia hasta los lugares de recreación, son decisiones importantes para eludir la violencia. Bajo tales presiones viven 1,7 millones de menores de 29 años en un país cuya población total es de 6,3 millones.
"Los adolescentes y jóvenes siguen siendo los más vulnerables a la violencia criminal, particularmente a los homicidios y otras formas de violencia social, e intrafamiliar", advierte la directora del Instituto de Opinión Pública de la Universidad Centroamericana (UCA), Jannet Aguilar. En agosto, el país vivió el mes más violento de las últimas dos décadas con 911 homicidios, de los cuales 156 eran jóvenes entre 15 y 19 años, y 184 entre 20 y 24 años. En resumen, 77% de las víctimas tenían entre 15 y 39 años.
A pesar de una política gubernamental de mano dura contra la criminalidad, el número de homicidios en El Salvador tuvo un repunte este año con 4.323 asesinatos entre enero y agosto, frente a 2.533 en el mismo período de 2014. Una buena parte de esas muertes son atribuidos a las pandillas, las cuales cuentan con unos 72.000 miembros, 13.000 de ellos en prisión.
"La juventud salvadoreña está pagando un alto precio como consecuencia de vivir en un espacio dominado por la violencia. Este precio es diferenciado según el origen social, el género y el lugar de residencia, pero es alto para todos", advierte el reciente estudio "Entre esperanzas y miedos", del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
Ante el clima de violencia, el gubernamental Consejo Nacional de la Niñez y de la Adolescencia (Conna), ha expresado "su más profunda preocupación" porque entre las víctimas figuran niños desde ocho meses que han resultado heridos de bala o fallecido a consecuencia de ataques armados, o en fuego cruzado entre grupos delincuenciales. Los jóvenes, según el estudio del PNUD, "sortean el día a día en medio de los desafíos de su edad, del miedo causado por un entorno violento y de la desconfianza de una sociedad que los estigmatiza como peligrosos".
Acoso en escuelas
En muchas escuelas, las pandillas afectan el normal desarrollo de las actividades, amenazan a los maestros e incluso deciden con qué calificaciones aprobarán miembros de esos grupos el año escolar. "La deserción escolar es grande, esto se debe a la amenaza de grupos pandilleros", declaró a AFP el secretario general del Sindicato de Maestras y Maestros de la Educación Rural, Urbana, y Urbano-Marginal de El Salvador (Simeduco), Francisco Zelada. La deserción escolar por diferentes circunstancias, incluida la violencia, ha ido en aumento. Según estadísticas oficiales, en 2012 un total de 76.398 estudiantes salieron de la escuela, en 2013 la cifra creció a 90.252 y para 2014 alcanzó 91.711. "Todo el territorio nacional está infectado por está pandemia pandillera", explica Zelada.
En 2015, la matricula -desde preescolar hasta educación media- ascendió a 1.510.906 estudiantes, pero las autoridades todavía no tienen una proyección de la deserción del año escolar que concluye en noviembre. "El problema es serio. Por ejemplo, estudiantes de una zona no pueden ir a estudiar a otra escuela que está ubicada en otra zona donde domina la pandilla contraria porque son amenazados de muerte y, en el mejor de los casos, obligados a dejar la escuela", resume el dirigente del sindicato de maestros. Desde 2005, según Aguilar, las pandillas comenzaron a "incrementar" el reclutamiento de niños en las escuelas para reponer bajas en sus miembros.
Más allá del problema que afrontan los jóvenes, Aguilar advierte que si el país cierra el año con más de 6.000 homicidios (hasta agosto se registraba 4.323), tendría un promedio de 96 muertes violentas por cada 100.000 habitantes, uno de los más altos del mundo para un país sin guerra.
Hace ya 15 años, los países miembros de la Organización de las Naciones Unidas acordaron establecer una agenda de desarrollo, la cual consistía en 8 objetivos básicos a cumplir por los Estados, especialmente en los países con mayores desigualdades y atrasos en sus políticas sociales. Entre estos Guatemala, con elevadísimos niveles de desnutrición crónica infantil, falta de acceso a la educación, mortalidad materna, mortalidad infantil por enfermedades prevenibles, acceso al agua y otros servicios básicos, además de problemas asociados.
Guatemala no cumplió. Durante estos 15 años el Estado de Guatemala, en manos de una clase política claramente deficiente en la implementación de políticas públicas y con una notable incapacidad de ejecución de los fondos asignados a proyectos de inversión social —cuando los han asignado— contribuyó de manera significativa en la profundización acelerada del subdesarrollo, la pobreza y la falta de recursos en las áreas más vulnerables con el consiguiente efecto en la calidad de vida de la población de menores ingresos. Así también se ensanchó la distancia entre ricos extremadamente acaudalados y pobres de miseria absoluta.
Los efectos de la corrupción en todos los estamentos de la administración pública, actuando en estrecha sociedad con quienes obtienen los mayores privilegios en el sector privado, ha marcado el tono político desde tiempos de la Colonia. Esta falta de visión de nación ha representado un retroceso sostenido para aquellos grupos humanos menos favorecidos, conformados en su mayoría por la población indígena marginada, sectores campesino, femenino, infantil y juvenil, cuyas voces difícilmente resuenan en los espacios de decisión.
Hoy la ONU le plantea al Estado un nuevo reto, con los Objetivos de Desarrollo Sostenible cuya ruta pasará —de acuerdo con las palabras de Amina J. Mohammed, Asesora Especial del Secretario General sobre la planificación del desarrollo después de 2015— por “la posibilidad de acabar con la pobreza para 2030, transformar vidas y encontrar nuevas formas de proteger al planeta al mismo tiempo”.
En esta nueva oportunidad para subirse al tren del desarrollo, Guatemala cuenta con una ciudadanía más activa, capaz de involucrarse de manera decidida en la toma de decisiones de sus autoridades. Esto debería traducirse en un giro drástico de la gestión gubernamental, así como una revisión inmediata y exhaustiva del presupuesto de ingresos y egresos del Estado, sincronizando los objetivos con este nuevo reto, el cual viene a sentar las bases de una oportunidad dorada para corregir políticas en función del interés colectivo.
La población merece recuperar la voz y sumarse a las acciones tendentes a elevar sus indicadores de desarrollo social. La riqueza del país permite soñar en grande sobre el futuro de una niñez y juventud que hoy se debaten entre la miseria, la violencia criminal, los embarazos precoces, la falta de educación y las privaciones de todo tipo. Es hora de ofrecer a las nuevas generaciones una vida con dignidad, con perspectivas de crecimiento en un ambiente seguro y bajo el amparo de un Estado correctamente administrado.
El grupo de expertos independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ofreció un informe de más de 500 páginas que echó por tierra la versión oficial de los hechos. La “verdad histórica” se convirtió en “mentira histórica”, como dijeron los padres de los desaparecidos.
El documento, fruto de 6 meses de trabajo, afirma que fue imposible que en el basurero de Cocula se incineraran 43 cuerpos, como dijo el gobierno de México; que los atacantes sabían que los jóvenes eran estudiantes e iban contra ellos; que el ejército y la policía federal al menos monitorearon en tiempo real todos los ataques sin hacer absolutamente nada para ayudar a los jóvenes e incluso restringieron ciertas informaciones; y que funcionarios obstruyeron la investigación y destruyeron pruebas.
El informe también indica que la “hipótesis más consistente” sobre el móvil de este crimen de violencia extrema que violó los derechos humanos de 180 víctimas directas es que los jóvenes tomaran por error un autobús utilizado para el trasiego de heroína, cocaína o dinero entre Iguala y Chicago.
La Normal Rural de Ayotzinapa ha entrado en una rutina fantasmagórica. El patio de esta escuela de maestros de Guerrero, que tras el terrible crimen de Iguala estaba plagado de gente y de solidaridad pese al inmenso dolor, se muestra ahora desolado cuando arrecia la lluvia cada tarde y el barro invade la escuela. El agua retumba en el techo de lámina sobre la capilla homenaje. Las sillas vacías, las fotografías, las flores ya tienen diez meses ahí.
Siguen faltando 47. Los tres normalistas asesinados, entre ellos el salvajemente desollado, Julio César Mondragón. El estudiante en coma desde los ataques, Aldo Gutiérrez, para el que el grupo de expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha pedido apoyo médico. Y los 43 desaparecidos, entre ellos Alexander Mora, el único del que se ha encontrado e identificado un resto mediante pruebas de ADN y cuyo sueño de ser maestro rural, como dijo su hermano Hugo durante su ‘entierro’, quedo reducido a “dos fragmentos óseos”.
Faltan también muchas explicaciones de lo que ocurrió aquella noche a 200 km de la capital mexicana y de por qué ocurrió, sobre todo después de que la Comisión Nacional de Derechos Humanos, una entidad oficial, a los 300 días del suceso, divulgara un informe con todo lo que la fiscalía no había hecho: desde analizar una camiseta a hablar con testigos de los hechos.
La gran mayoría de los padres sigue viviendo en la Normal, la escuela que se ha convertido en su sustento moral y económico.
“Dejamos todo, la milpa [las pequeñas parcelas de maíz], los animales, todo”, dice Martina de la Cruz, madre de Yoshivani Guerrero, desaparecido el 26 de septiembre de 2014 con 19 años. “Ni vamos a la casa”. Ella se quedó sin Yoshivani. Sus otros hijos se quedaron sin ella.
“Han interrumpido sus vidas, sus familias, sus fuentes de ingresos”, explica María Cristóbal, responsable de salud mental de Médicos sin Fronteras, una de las organizaciones que está apoyando a las víctimas. “Todo lo que no sea su hijo desaparecido ha pasado a segundo plano, incluida su salud”. La consecuencia, es una pesadilla continua, sin metáforas, pese a la valentía que muestran.
“Tienen pensamientos invasivos, es decir, ven imágenes tanto en sueño como en vigilia e imaginan todo tipo de atrocidades que les han podido pasar los muchachos, cosas horribles que perfectamente podrían ser verdad dado el contexto”, explica Cristóbal. “Y luego pasan a cuestiones tiernas de lo más maternales como preguntarse si tendrá hambre o frío”.
Así, casi de repente, la antigua hacienda que en los años 30 del siglo pasado se reconvirtió en una normal rural, devino epicentro de asambleas, reuniones, talleres. Aquí se reparten las funciones y las actividades para que haya padres en todos los actos significativos que reclaman justicia. Algunos de esos familiares, gente humilde de Guerrero o estados vecinos, llegaron adonde nunca pensaron, a países de Europa que no saben ni colocar en el mapa pero donde fueron recibidos por manos amigas. “Llegamos con los paisanos de allá, no con los gobiernos y nos apoyaron”, recuerda Eleucadio Ortega, papá de Mauricio Ortega.
“En lugares del norte de Europa nos escuchó gente que nunca antes se había organizado y que ahora lo hacían, para mí eso fue lo más bonito”, comenta Omar García uno de los líderes de los estudiantes.
Sin embargo, los gobiernos se han vuelto condescendientes con el ejecutivo de Enrique Peña Nieto. Las cuestiones económicas, como siempre, pesan más que los derechos humanos. EEUU está mucho más preocupado por volver a atrapar a Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán, el líder del cártel de Sinaloa fugado el 11 de julio. Francia, que se dice abanderada de los derechos y libertades, acogió con todos los honores al presidente mexicano y a su ejército para desfilar el día de la fiesta nacional francesa, también este julio. Y a finales de junio los Reyes de España eligieron México para su primer viaje de Estado a América Latina, una visita que Felipe VI aprovechó para ensalzar el ‘compromiso’ de México con la modernidad y los derechos del hombre.
Afortunadamente, a la Normal sigue llegando comida y apoyo, muchas veces de las redes tejidas en los viajes de las víctimas, pero la situación no es fácil. El objetivo es mantenerse unidos para no perder fuerza pero la desesperanza crece.
“La única opción es mantenernos juntos”, sentencia categórico Omar, uno de los normalistas superviviente de la noche triste de Iguala, como ya se la conoce. “Mientras sus hijos no estén, no les vamos a dejar trabajar porque entonces la unidad se rompe”, asegura. Omar conoce bien ese refrán de ‘divide y vencerás’. Y el Partido Revolucionario Institucional, que regresó al poder en 2012, lo conoce aún mejor.
A lo largo de estos meses algunos familiares han intentado avanzar por libre, sin éxito. Otros han escuchado jugosas ofertas de apoyo económico para tirar la toalla y organizaciones ‘solidarias’ intentaron ganar protagonismo para sus propios fines bajo el paraguas de “Ayotzinapa somos todos”.
Los movimientos de izquierda en México “no buscan la transformación profunda sino la confrontación para luego negociar componendas”, lamentaba Omar en un texto que hizo público cuando se cumplían 9 meses de los hechos. “Si algo indigna hoy más a los normalistas es la gente que se ha colgado del dolor de los padres”, añade.
Este estudiante asegura que ahora las personas quizás vean que ya no hay mucha gente en la escuela, que las manifestaciones no son tan grandes, dirán que el tiempo ha hecho su trabajo, que hay menos solidaridad pero “nosotros no lo vemos así”. “No se puede controlar que se infiltre gente, siempre pasa. Pero la verdad es que estamos como al principio: sin nuestros compañeros y con apoyo”.
Y escuchar a los padres lo corrobora. Para ellos el tiempo se detuvo. “Seguiremos exigiendo al gobierno que nos los entreguen. Sentimos que los chavos viven”, afirma Don Eleucadio. Sus palabras sonarían totalmente irreales si no es por la firmeza y el sufrimiento que cruzan la cara de este campesino.
El duelo es otro desaparecido. “Ante un suceso traumático siempre hay una primera fase de shock y desconcierto. El problema es que aquí esa fase no se ha superado porque sigue sin haber certezas, no se puede asumir una realidad que no se conoce”, lamenta María Cristóbal. “Falla el acceso a la verdad y no como un derecho humano sino como condición imprescindible para la salud y el desarrollo futuro”.
En Ayotzinapa hay verdades incompletas, medias verdades, verdades fabricadas hasta una “verdad histórica”, eufemismo con el que el ex fiscal general Jesús Murillo Karam ofreció la versión oficial de los hechos. Es la que dice que los muchachos querían enturbiar un acto del alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y que este ordenó a policías municipales de esta localidad y de la vecina Cocula que se deshicieran de los chicos. La que asegura que los agentes entregaron a los jóvenes al crimen organizado y que sicarios del grupo Guerreros Unidos los llevaron a un basurero y ahí los prendieron fuego en una hoguera que duró horas y horas hasta que sus restos quedaron convertidos en ceniza y fueron arrojados al río. Esa es la “verdad histórica” para el gobierno de México.
Otra cosa es la Verdad, con mayúsculas, algo impreciso todavía. Y buscarla, como dice la especialista de MSF, “implica nuevos riesgos, amenazas, más miedos”.
De momento, las investigaciones no ofrecen muchas respuestas aunque el grupo de expertos de la CIDH se muestra esperanzado y en septiembre presentará un informe que confía proporcione algunas certezas. Todos piden que se siga buscando a los jóvenes, aunque no se tiene constancia de que las autoridades lo estén haciendo, y lanzan más preguntas. Pero el documento la de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), coincidente en muchas partes con los avances preliminares dados a conocer por el Equipo Argentino de Antropología Forense y por los expertos de la CIDH deja un regusto muy amargo. Si, como dice el informe, no se entrevistó a testigos claves, no se detuvo a todos supuestos involucrados, no se rastrearon las últimas llamadas desde los móviles de los desparecidos, no se enseñaron a los padres objetos personajes encontrados en los lugares de los hechos , si puede haber otras corporaciones de seguridad involucradas, otras ‘rutas de la desaparición’, si ni siquiera hay certeza de que los restos supuestamente atribuidos a los estudiantes sean de humanos ¿qué hicieron todas las autoridades durante diez meses en la que el gobierno consideró la investigación más grande de la historia de México? ¿Cómo construyeron su ‘verdad histórica’?
Para agravar más las cosas, semanas después del informe de la CNDH, los expertos de la CIDH avanzaron algunos datos del suyo que apuntaban a la ocultación y destrucción de pruebas, como un vídeo de uno de los lugares del crimen que fue custodiado por las autoridades y luego eliminado.
Hay más de cien detenidos entre policías locales, funcionarios (como el alcalde de Iguala) y miembros del crimen organizado. Algunos de los encarcelados denunciaron haber sido torturaros. Entre ellos no hay ningún alto cargo. Tampoco hay ningún militar, a los que ni siquiera se ha interrogado pese a que las víctimas los vinculan con los hechos por acción u omisión y pese a que los expertos de la CIDH han insistido en que sus testimonios pueden ser clave. El gobierno tardó cinco meses en responder a su petición de poder entrevistarles. Cuando lo hizo fue de forma negativa: no se autorizaba el interrogatorio porque eso “pondría en peligro la legalidad de la investigación”.
No hay cargos por desaparición forzada, solo por secuestro, homicidio y/o crimen organizado. Tampoco por tortura, aunque lo que los criminales hicieron con Julio César Mondragón no puede tener otro nombre. Tampoco hay sentencia alguna. Solo muchos procesos desperdigados por varios tribunales con expedientes de miles de folios desordenados en los que buscar un dato es como intentar hallar una aguja en un pajar.
Además de la falta de investigación, otra pregunta que recorre la mente de los guerrerenses es de qué sirvió el despliegue de miles de policías, gendarmes y militares si, como dice la CNDH, la situación de violencia e inseguridad en la zona no ha mejorado.
“No es una situación de guerra pero el nivel de trauma solo es comparable con el de lugares donde se ha vivido un conflicto armado”, señala la responsable de Salud Mental de MSF. “Y el problema es que cuando hay una guerra se visibilizan y se dignifica a las víctimas pero en este caso, eso no pasa. Aquí no hay guerra, solo cifras de violencia escalofriantes y mucho más invisibles”.
Un ejemplo. En Iguala, solo en Iguala (120.000 habitantes), de octubre de 2014 a mayo de 2015, es decir en ocho meses, se han encontrado, al menos 60 fosas clandestinas con 129 cuerpos, la mayoría no identificados, según datos oficiales. Y un comerciante que trabaja junto al Zócalo aseguraba en junio de 2015 que las
desapariciones y ejecuciones en el municipio continuaban exactamente igual que siempre.
Otro ejemplo. A solo dos horas de allí, en la localidad de Chilapa, también en Guerrero, en solo cinco días de mayo desaparecieron 16 personas, algunas detenidas a plena luz, según las familias de las víctimas. “Yo creí que tras Ayotzinapa no iba a pasar nada más”, decía hace semanas Mario Díaz, taxista y hermano de uno de los más de cien asesinados en Chilapa en el último año. Se equivocó. De esos 16 desaparecidos sigue sin haber ni rastro.
Tal vez por eso la CNDH en su informe sobre Iguala pedía investigar a fondo todos los vínculos de criminales y autoridades, rastrear las cuentas de funcionarios públicos, una complicidad de la que hablaba con contundencia el taxista de Chilapa al ser preguntado sobre las elecciones de junio de 2015. “Lo único que se decide el día de las votaciones es qué grupo del crimen organizado nos va a gobernar”.
Cerca de cumplirse un año de la noche de Iguala, llega un “momento difícil”, dice Omar García. Ayotzinapa no solo debe mostrar su dolor, debe apostar por otro tipo de acciones legales que busquen la justicia y pongan en evidencia al crimen organizado y a sus cómplices de cuello blanco.
“Ahora las víctimas de Ayotzinapa tienen eco en el mundo, hay que aprovechar esa fuerza que otras víctimas no tienen”, añade el normalista. Hay que ir un paso más allá para luchar contra la impunidad.
Pero hasta que sepan cómo dar ese paso, los estudiantes deambulan entre la tristeza y los murales revolucionarios de la Normal. Esperan consignas de dónde será la próxima acción. Van de manifestación a plantón, de plantón a bloqueo. Unos cuantos atienden la granja que les alimenta. Otros confían en no perder el año porque el ritmo de clases no se ha recuperado. Otros más, los más jóvenes y muchos de los que sobrevivieron a la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, se han ido a sus casas. Todos esperan Verdad y Justicia.
“Tratamos de animarnos unos a otros”, dice un estudiante mientras da patadas a un balón. No suena nada convencido.
Casi un año después de la desaparición de 43 estudiantes de magisterio en Iguala, al sur de México, sigue sin saberse qué pasó y por qué pasó. Solo hay constancia de todo lo que las autoridades no investigaron y del terrible dolor que ha destrozado a las familias de las víctimas y a una sociedad que sigue clamando justicia.
El grupo de expertos independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ofreció un informe de más de 500 páginas que echó por tierra la versión oficial de los hechos. La “verdad histórica” se convirtió en “mentira histórica”, como dijeron los padres de los desaparecidos.
El documento, fruto de 6 meses de trabajo, afirma que fue imposible que en el basurero de Cocula se incineraran 43 cuerpos, como dijo el gobierno de México; que los atacantes sabían que los jóvenes eran estudiantes e iban contra ellos; que el ejército y la policía federal al menos monitorearon en tiempo real todos los ataques sin hacer absolutamente nada para ayudar a los jóvenes e incluso restringieron ciertas informaciones; y que funcionarios obstruyeron la investigación y destruyeron pruebas.
El informe también indica que la “hipótesis más consistente” sobre el móvil de este crimen de violencia extrema que violó los derechos humanos de 180 víctimas directas es que los jóvenes tomaran por error un autobús utilizado para el trasiego de heroína, cocaína o dinero entre Iguala y Chicago.
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La Normal Rural de Ayotzinapa ha entrado en una rutina fantasmagórica. El patio de esta escuela de maestros de Guerrero, que tras el terrible crimen de Iguala estaba plagado de gente y de solidaridad pese al inmenso dolor, se muestra ahora desolado cuando arrecia la lluvia cada tarde y el barro invade la escuela. El agua retumba en el techo de lámina sobre la capilla homenaje. Las sillas vacías, las fotografías, las flores ya tienen diez meses ahí.
Siguen faltando 47. Los tres normalistas asesinados, entre ellos el salvajemente desollado, Julio César Mondragón. El estudiante en coma desde los ataques, Aldo Gutiérrez, para el que el grupo de expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha pedido apoyo médico. Y los 43 desaparecidos, entre ellos Alexander Mora, el único del que se ha encontrado e identificado un resto mediante pruebas de ADN y cuyo sueño de ser maestro rural, como dijo su hermano Hugo durante su ‘entierro’, quedo reducido a “dos fragmentos óseos”.
Faltan también muchas explicaciones de lo que ocurrió aquella noche a 200 km de la capital mexicana y de por qué ocurrió, sobre todo después de que la Comisión Nacional de Derechos Humanos, una entidad oficial, a los 300 días del suceso, divulgara un informe con todo lo que la fiscalía no había hecho: desde analizar una camiseta a hablar con testigos de los hechos.
La gran mayoría de los padres sigue viviendo en la Normal, la escuela que se ha convertido en su sustento moral y económico.
“Dejamos todo, la milpa [las pequeñas parcelas de maíz], los animales, todo”, dice Martina de la Cruz, madre de Yoshivani Guerrero, desaparecido el 26 de septiembre de 2014 con 19 años. “Ni vamos a la casa”. Ella se quedó sin Yoshivani. Sus otros hijos se quedaron sin ella.
“Han interrumpido sus vidas, sus familias, sus fuentes de ingresos”, explica María Cristóbal, responsable de salud mental de Médicos sin Fronteras, una de las organizaciones que está apoyando a las víctimas. “Todo lo que no sea su hijo desaparecido ha pasado a segundo plano, incluida su salud”. La consecuencia, es una pesadilla continua, sin metáforas, pese a la valentía que muestran.
“Tienen pensamientos invasivos, es decir, ven imágenes tanto en sueño como en vigilia e imaginan todo tipo de atrocidades que les han podido pasar los muchachos, cosas horribles que perfectamente podrían ser verdad dado el contexto”, explica Cristóbal. “Y luego pasan a cuestiones tiernas de lo más maternales como preguntarse si tendrá hambre o frío”.
Al principio, MSF se encargó de adecuar la escuela a los nuevos huéspedes instalando duchas, saneamiento y colchones para hacer más habitables los pequeños cubículos de 3×4 donde grupos de una docena de jóvenes campesinos aprendices de maestro compartían pobreza e ideales. Luego esta ONG asumió la atención psicológica que todavía ofrece.
Así, casi de repente, la antigua hacienda que en los años 30 del siglo pasado se reconvirtió en una normal rural, devino epicentro de asambleas, reuniones, talleres. Aquí se reparten las funciones y las actividades para que haya padres en todos los actos significativos que reclaman justicia. Algunos de esos familiares, gente humilde de Guerrero o estados vecinos, llegaron adonde nunca pensaron, a países de Europa que no saben ni colocar en el mapa pero donde fueron recibidos por manos amigas. “Llegamos con los paisanos de allá, no con los gobiernos y nos apoyaron”, recuerda Eleucadio Ortega, papá de Mauricio Ortega.
“En lugares del norte de Europa nos escuchó gente que nunca antes se había organizado y que ahora lo hacían, para mí eso fue lo más bonito”, comenta Omar García uno de los líderes de los estudiantes.
Sin embargo, los gobiernos se han vuelto condescendientes con el ejecutivo de Enrique Peña Nieto. Las cuestiones económicas, como siempre, pesan más que los derechos humanos. EEUU está mucho más preocupado por volver a atrapar a Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán, el líder del cártel de Sinaloa fugado el 11 de julio. Francia, que se dice abanderada de los derechos y libertades, acogió con todos los honores al presidente mexicano y a su ejército para desfilar el día de la fiesta nacional francesa, también este julio. Y a finales de junio los Reyes de España eligieron México para su primer viaje de Estado a América Latina, una visita que Felipe VI aprovechó para ensalzar el ‘compromiso’ de México con la modernidad y los derechos del hombre.
Afortunadamente, a la Normal sigue llegando comida y apoyo, muchas veces de las redes tejidas en los viajes de las víctimas, pero la situación no es fácil. El objetivo es mantenerse unidos para no perder fuerza pero la desesperanza crece.
“La única opción es mantenernos juntos”, sentencia categórico Omar, uno de los normalistas superviviente de la noche triste de Iguala, como ya se la conoce. “Mientras sus hijos no estén, no les vamos a dejar trabajar porque entonces la unidad se rompe”, asegura. Omar conoce bien ese refrán de ‘divide y vencerás’. Y el Partido Revolucionario Institucional, que regresó al poder en 2012, lo conoce aún mejor.
A lo largo de estos meses algunos familiares han intentado avanzar por libre, sin éxito. Otros han escuchado jugosas ofertas de apoyo económico para tirar la toalla y organizaciones ‘solidarias’ intentaron ganar protagonismo para sus propios fines bajo el paraguas de “Ayotzinapa somos todos”.
Los movimientos de izquierda en México “no buscan la transformación profunda sino la confrontación para luego negociar componendas”, lamentaba Omar en un texto que hizo público cuando se cumplían 9 meses de los hechos. “Si algo indigna hoy más a los normalistas es la gente que se ha colgado del dolor de los padres”, añade.
Este estudiante asegura que ahora las personas quizás vean que ya no hay mucha gente en la escuela, que las manifestaciones no son tan grandes, dirán que el tiempo ha hecho su trabajo, que hay menos solidaridad pero “nosotros no lo vemos así”. “No se puede controlar que se infiltre gente, siempre pasa. Pero la verdad es que estamos como al principio: sin nuestros compañeros y con apoyo”.
Y escuchar a los padres lo corrobora. Para ellos el tiempo se detuvo. “Seguiremos exigiendo al gobierno que nos los entreguen. Sentimos que los chavos viven”, afirma Don Eleucadio. Sus palabras sonarían totalmente irreales si no es por la firmeza y el sufrimiento que cruzan la cara de este campesino.
El duelo es otro desaparecido. “Ante un suceso traumático siempre hay una primera fase de shock y desconcierto. El problema es que aquí esa fase no se ha superado porque sigue sin haber certezas, no se puede asumir una realidad que no se conoce”, lamenta María Cristóbal. “Falla el acceso a la verdad y no como un derecho humano sino como condición imprescindible para la salud y el desarrollo futuro”.
En Ayotzinapa hay verdades incompletas, medias verdades, verdades fabricadas hasta una “verdad histórica”, eufemismo con el que el ex fiscal general Jesús Murillo Karam ofreció la versión oficial de los hechos. Es la que dice que los muchachos querían enturbiar un acto del alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y que este ordenó a policías municipales de esta localidad y de la vecina Cocula que se deshicieran de los chicos. La que asegura que los agentes entregaron a los jóvenes al crimen organizado y que sicarios del grupo Guerreros Unidos los llevaron a un basurero y ahí los prendieron fuego en una hoguera que duró horas y horas hasta que sus restos quedaron convertidos en ceniza y fueron arrojados al río. Esa es la “verdad histórica” para el gobierno de México.
Otra cosa es la Verdad, con mayúsculas, algo impreciso todavía. Y buscarla, como dice la especialista de MSF, “implica nuevos riesgos, amenazas, más miedos”.
De momento, las investigaciones no ofrecen muchas respuestas aunque el grupo de expertos de la CIDH se muestra esperanzado y en septiembre presentará un informe que confía proporcione algunas certezas. Todos piden que se siga buscando a los jóvenes, aunque no se tiene constancia de que las autoridades lo estén haciendo, y lanzan más preguntas. Pero el documento la de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), coincidente en muchas partes con los avances preliminares dados a conocer por el Equipo Argentino de Antropología Forense y por los expertos de la CIDH deja un regusto muy amargo. Si, como dice el informe, no se entrevistó a testigos claves, no se detuvo a todos supuestos involucrados, no se rastrearon las últimas llamadas desde los móviles de los desparecidos, no se enseñaron a los padres objetos personajes encontrados en los lugares de los hechos , si puede haber otras corporaciones de seguridad involucradas, otras ‘rutas de la desaparición’, si ni siquiera hay certeza de que los restos supuestamente atribuidos a los estudiantes sean de humanos ¿qué hicieron todas las autoridades durante diez meses en la que el gobierno consideró la investigación más grande de la historia de México? ¿Cómo construyeron su ‘verdad histórica’?
Para agravar más las cosas, semanas después del informe de la CNDH, los expertos de la CIDH avanzaron algunos datos del suyo que apuntaban a la ocultación y destrucción de pruebas, como un vídeo de uno de los lugares del crimen que fue custodiado por las autoridades y luego eliminado.
Hay más de cien detenidos entre policías locales, funcionarios (como el alcalde de Iguala) y miembros del crimen organizado. Algunos de los encarcelados denunciaron haber sido torturaros. Entre ellos no hay ningún alto cargo. Tampoco hay ningún militar, a los que ni siquiera se ha interrogado pese a que las víctimas los vinculan con los hechos por acción u omisión y pese a que los expertos de la CIDH han insistido en que sus testimonios pueden ser clave. El gobierno tardó cinco meses en responder a su petición de poder entrevistarles. Cuando lo hizo fue de forma negativa: no se autorizaba el interrogatorio porque eso “pondría en peligro la legalidad de la investigación”.
No hay cargos por desaparición forzada, solo por secuestro, homicidio y/o crimen organizado. Tampoco por tortura, aunque lo que los criminales hicieron con Julio César Mondragón no puede tener otro nombre. Tampoco hay sentencia alguna. Solo muchos procesos desperdigados por varios tribunales con expedientes de miles de folios desordenados en los que buscar un dato es como intentar hallar una aguja en un pajar.
Además de la falta de investigación, otra pregunta que recorre la mente de los guerrerenses es de qué sirvió el despliegue de miles de policías, gendarmes y militares si, como dice la CNDH, la situación de violencia e inseguridad en la zona no ha mejorado.
“No es una situación de guerra pero el nivel de trauma solo es comparable con el de lugares donde se ha vivido un conflicto armado”, señala la responsable de Salud Mental de MSF. “Y el problema es que cuando hay una guerra se visibilizan y se dignifica a las víctimas pero en este caso, eso no pasa. Aquí no hay guerra, solo cifras de violencia escalofriantes y mucho más invisibles”.
Un ejemplo. En Iguala, solo en Iguala (120.000 habitantes), de octubre de 2014 a mayo de 2015, es decir en ocho meses, se han encontrado, al menos 60 fosas clandestinas con 129 cuerpos, la mayoría no identificados, según datos oficiales. Y un comerciante que trabaja junto al Zócalo aseguraba en junio de 2015 que las desapariciones y ejecuciones en el municipio continuaban exactamente igual que siempre.
Otro ejemplo. A solo dos horas de allí, en la localidad de Chilapa, también en Guerrero, en solo cinco días de mayo desaparecieron 16 personas, algunas detenidas a plena luz, según las familias de las víctimas. “Yo creí que tras Ayotzinapa no iba a pasar nada más”, decía hace semanas Mario Díaz, taxista y hermano de uno de los más de cien asesinados en Chilapa en el último año. Se equivocó. De esos 16 desaparecidos sigue sin haber ni rastro.
Tal vez por eso la CNDH en su informe sobre Iguala pedía investigar a fondo todos los vínculos de criminales y autoridades, rastrear las cuentas de funcionarios públicos, una complicidad de la que hablaba con contundencia el taxista de Chilapa al ser preguntado sobre las elecciones de junio de 2015. “Lo único que se decide el día de las votaciones es qué grupo del crimen organizado nos va a gobernar”.
Cerca de cumplirse un año de la noche de Iguala, llega un “momento difícil”, dice Omar García. Ayotzinapa no solo debe mostrar su dolor, debe apostar por otro tipo de acciones legales que busquen la justicia y pongan en evidencia al crimen organizado y a sus cómplices de cuello blanco.
“Ahora las víctimas de Ayotzinapa tienen eco en el mundo, hay que aprovechar esa fuerza que otras víctimas no tienen”, añade el normalista. Hay que ir un paso más allá para luchar contra la impunidad.
Pero hasta que sepan cómo dar ese paso, los estudiantes deambulan entre la tristeza y los murales revolucionarios de la Normal. Esperan consignas de dónde será la próxima acción. Van de manifestación a plantón, de plantón a bloqueo. Unos cuantos atienden la granja que les alimenta. Otros confían en no perder el año porque el ritmo de clases no se ha recuperado. Otros más, los más jóvenes y muchos de los que sobrevivieron a la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, se han ido a sus casas. Todos esperan Verdad y Justicia.
“Tratamos de animarnos unos a otros”, dice un estudiante mientras da patadas a un balón. No suena nada convencido.